Como os decía en el último artículo, allá donde vayamos encontraremos mujeres haciendo trabajos duros, y sin embargo es raro que una sociedad reserve para ellas tareas peligrosas o que sean incompatibles con el cuidado de los niños. En el estudio comparativo de Murdock sobre la división de trabajo por sexos en 224 culturas, apenas encontramos ejemplos –aunque los hay– en que las mujeres hagan trabajos de riesgo, por ejemplo, en canteras o minas, cazando o cortando árboles.
Cuando las mujeres tienen asignados trabajos rigurosos, suelen hacer las cosas a su manera. O sea, sin alardes y procurando no exponerse. Un trabajo que es peligroso cuando lo hacen los hombres puede no serlo tanto, al fin y al cabo, cuando lo tienen que hacer las chicas. Por ejemplo, las mujeres recogen grandes cantidades de madera sin necesidad de talar los árboles, y pueden cazar muy bien con sus propias técnicas. Las mujeres tiwi, que vivían en la isla Melville, frente a la costa de Australia, cazaban con éxito pequeños mamíferos con la ayuda de perros que ellas mismas adiestraban y usando hachas especiales que fabricaban para tal fin. Cuando pienso en ellas me imagino a los hombres burlándose y diciendo que eso no es cazar. Desde luego, sus presas no eran grandes trofeos de los que sentirse orgullosas; pero, queridos míos, eran una fuente valiosa de proteínas y lo que no mata, engorda.
A propósito, me acuerdo de la hija de Venancio, el persianista, que antes de echarse a perder –que se perdió una barbaridad– quiso hacerse cartera, pero suspendió el examen porque no pudo levantar una saca pesadísima. Ahora las carteras, como los carteros, hacen las cosas a la manera femenina y llevan la correspondencia en un carrito. Se acabó el problema, pero para la hija de Venancio ya era tarde. Correos fue culpable, en parte, de que pasara lo que pasó.
Por otra parte, da la sensación de que los hombres de las sociedades primitivas estaban programados para exponer el pellejo de forma gratuita e insensata. La llamada de la testosterona los empujaba a vivir al límite haciendo burradas. Ya en la adolescencia, debían superar rigurosas pruebas de iniciación, pero era sólo el principio. Los cazadores no podían resistir la tentación de jugarse la vida por un animal peligroso que, aunque no sirviera para comer, tenía colmillos, garras o melenas con las que adornarse y hacerse el farruco. También eran codiciadas las plumas de colores, y el que se iba al quinto pino para desplumar un pobre pájaro y hacerse un sugestivo tocado demostraba, además de valor y habilidad, elegancia.
Pero el mayor entretenimiento consistía siempre en liarse a guantazos con el enemigo y traer alguna cabellera sanguinolenta o una cabeza completa para sus colecciones. Ahora los chicos tienen que conformarse con el deporte, con darle gas a la moto y con pelearse después del fútbol o el botellón.
Aunque, desde el punto de vista cultural, la mujer no sea el sexo valorado, desde una perspectiva biológica siempre lo es. Ya os lo he dicho otras veces (creo): un gallinero funciona la mar de bien con un montón de gallinas y un gallo. Incluso funciona con un montón de gallinas y un gallo visitante que los tenga bien puestos. Pero muchos gallos y pocas gallinas no es una buena idea.
La pérdida de muchos hombres es una dura prueba que las sociedades han sufrido y superado muchas veces. En nuestro mundo occidental lo sabemos bien porque hemos padecido grandes guerras, durante las que las mujeres ocuparon los puestos que dejaban libres en las fábricas los hombres movilizados... y la vida siguió a pesar de todo. Y hemos sufrido migraciones que hicieron desaparecer de sus pueblos altos porcentajes de hombres y no por eso se dejó de sembrar y de cuidar a los animales, y nacieron bebés –con la ayuda inestimable de algún voluntario– y se criaron los niños. Y, lo más importante, no se olvidaron las tradiciones y la cultura.
Por el contrario, si un pueblo sufre el rapto de muchas de sus mujeres como botín de guerra, o se le ha ido la mano con el infanticidio femenino y luego no ha podido comprar mujeres a otros pueblos ni robarlas, ha visto comprometido su futuro. En España muchas aldeas conocieron a partir de los años cincuenta del siglo XX el fenómeno de la migración femenina a las grandes ciudades, y años después –todos los recordamos– los solteros, viendo morir la aldea, se inspiraron en aquella película titulada Caravana de mujeres para atraer a las chicas, que necesitaban tanto como aquellos hombres del lejano Oeste y como los australianos, que no podían colonizar su país-continente sin mujeres.
La cultura occidental, aunque sometida al principio de la superioridad masculina, sabía reconocer, implícitamente, el valor biológico del sexo femenino. No es casualidad que en los naufragios se diera prioridad a las mujeres y a los niños. Pero en los últimos cincuenta años ha cambiado todo y, de seguir así, no sería extraño que las feministas decidieran que el cuerpo de bomberos tiene que ser femenino y que hay que rescatar a los hombres primero. O que la mitad del Ejército tiene que estar integrada por mujeres y todas esas chorradas. Pues a mí me parece lamentable la imagen de esas jóvenes madres soldados despidiéndose de sus bebés para irse a combatir.
Los pueblos que no saben salvaguardar a sus mujeres –y a sus niños– no tienen futuro. Nuestra especie llegó de África cuando Europa estaba poblada por los neandertales y, según parece, si nosotros sobrevivimos y ellos se extinguieron fue porque nuestros antepasados siguieron una máxima de economía biológica consistente en dejar para el sexo barato –los hombres– las actividades peligrosas. Los antropólogos Mary C. Stiner y Steven L. Kuhn, profesores de la Universidad de Arizona, sostienen la hipótesis de que la extinción de los neandertales se debió a que las mujeres y los niños cazaban, igual que los hombres, animales grandes y peligrosos.