En mi última columna hablaba de las patentes y de su arbitrariedad, que viene a ser cómo dejar a los gobiernos que decidan lo que es nuevo y lo que no. El azar ha hecho que esta semana haya estallado un escándalo que afecta a los directivos de la SGAE, principal beneficiaria del otro tipo de la llamada propiedad intelectual: los conocidos como derechos de autor o copyright.
La justificación de estos derechos está en que la creación ha de ser propiedad de su creador. Eso está muy bien y es manejable, si la creación toma una forma material. Pero, ¿qué ocurre cuando lo creado es una idea, como pueda ser una historia, o una canción? El sentido común dice que solo se puede poseer algo que exista, que tenga materia, que sea aprehensible de alguna forma y con límites controlables, que sea manejable.
Entonces, dado que una historia o una canción no tienen sustrato material, la cuestión es cómo delimitar su propiedad. Si, por ejemplo, la historia se materializa en un libro o una película en DVD, o la canción, en un CD o en un fichero MP3, sí existe algo material que poseer y controlar: el libro, el DVD, el CD, el fichero MP3 son cosas que podemos manejar, romper, prestar, tirar por la ventana, pero no la historia o la canción en sí.
Así las cosas, se inventaron los derechos de autor, para tratar de dar "materia" a algo abstracto y carente de ella, y por tanto de posibilidad de ser poseído. El problema es que, ausente un sustrato material que dé objetividad a los límites de la propiedad, estos se hacen difusos y quedan sujetos a la arbitrariedad. Una vez más, la arbitrariedad de los políticos.
El ejemplo más claro es la existencia de una duración determinada para los derechos de autor. Si yo me compro un coche, éste será mío mientras no me deshaga de él; no hay un límite temporal a su propiedad. Sin embargo, no ocurre otro tanto para la propiedad intelectual. Se reconoce que es mía pero solo durante un periodo determinado en la norma, de 10, 15 o los años que sean. Sujeto siempre a discusión y a presión por los grupos interesados.
Este ejemplo es suficientemente ilustrativo: la propiedad intelectual, al no estar sustentada en parámetros objetivos, se puede ampliar o reducir tanto cuanto se desee desde la instancia gubernamental. Y, por fin, hemos llegado a la SGAE. Porque este es el principal negocio de la institución de marras, y por lo que todos le cobramos antipatía: ampliar y ampliar los límites subjetivos de los derechos de autor, por cuyo uso ella cobra.
Y hay que reconocer que en esta tarea, la SGAE se ha mostrado tan excelente como el mejor emprendedor. Su "negocio" crecía (y crece) por el sistema de prueba y error: se denuncia un caso al juez y, si se obtiene una sentencia favorable, ya sabe que ha encontrado otro filón. O, si no se consigue, se va uno a los políticos para convencerles de que los derechos de autor abarcan también lo que sea que se le haya ocurrido (soportes digitales, teléfonos móviles, conexiones ADSL, bodas, bautizos, fiestas privadas...).
Lástima tanta capacidad de innovación dedicada a un objetivo tan lamentable. Esperemos que encuentre su justo castigo.