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Federico Jiménez Losantos

y 7. Aznar y el “síndrome de El Pardo”

El “síndrome de La Moncloa” es una conocida enfermedad psicomotriz que afecta a todos los presidentes del Gobierno español cuando ganan sus segundas elecciones, han viajado por el mundo lo suficiente como para creer que han perdido el pelo de la dehesa y les aburre tanto la vida política nacional y sus mezquindades domésticas que prefieren dedicarse a arreglar los grandes problemas del mundo. Adolfo Suárez se plantó en su día en Camp David para explicarle a Carter cómo se solucionaba la crisis del petróleo y se desatascaba el “cuello de botella” del Estrecho de Ormuz. Felipe González, una vez liquidado el engorro del referéndum de la OTAN en 1986, se dedicó a arreglar los problemas materiales de Iberoamérica (con la ayuda de Julio Feo y Yáñez) y también los morales: al Descubrimiento lo rebautizó “Encuentro entre dos mundos” y asunto concluído. Entonces fue a por Europa. Dijo ante el Muro de Berlín: “esto se cae con el diálogo”; y se cayó, aunque no precisamente por el diálogo, sino por todo lo contrario, que fue lo que hicieron Reagan, Thatcher y el Papa. Además, todos sus amigos políticos –Craxi, Kohl, Carlos Andrés Pérez, Salinas de Gortari– acabaron en la cárcel y él se libró por poco. No obstante, sigue dando consejos a diestra y, sobre todo, a siniestra.

Aznar, como llegó a duras penas a La Moncloa y le costó un año largo asentarse, pareció al principio inmune al síndrome presidencial y tardó un tiempo en zarpar rumbo al mundo mundial. Ahora bien, desde que zarpó, ya no ha parado. En Iberoamérica, ha tropezado con la sombra de Felipe y sus cuates, incluída la parte ruinosa y mafiosa de esa sombra que es la corrupción con trinos oratorios. Y cuando en vez de doctrina centrista y reformista (como el desbautismo de la Internacional Democristiana en México) da limosna, el resultado es aún peor. Un día, invocando a Eva Perón, regaló mil millones de dólares a los mandamases argentinos y todavía esperan los pobres de Buenos Aires que les llegue el primer centavo. En cambio, el orden de nuestras finanzas lo ha convertido en un referente europeo, en la modesta medida de nuestra envergadura nacional, pero respetado y respetable. La cuota de paletismo la ha pagado Aznar en nuestras relaciones con Gran Bretaña (Gibraltar), Estados Unidos (Perejil) y Oriente Próximo (ataque a Sharon y respaldo a Arafat con los formidables efectos conocidos).

Pero junto al “síndrome de La Moncloa”, el Aznar de la segunda legislatura, la de la mayoría absoluta, ha desarrollado el “síndrome de El Pardo”. Las semejanzas estéticas son groseramente evidentes: la Señora mandando muchísimo, boda principesca en una familia de clase media, yerno simpático y golfo dedicado a los negocios de contacto y el temor de que, como la Señora con Arias Navarro, mande demasiado la Familia en la sucesión presidencial... Por otra parte, si González, como el Caudillo en El Pardo, creó su propia “corte”, la famosa “Bodeguilla”, con artistas, periodistas y humoristas-titiriteros más el cenáculo de Carmen Romero y sus ciento cincuenta novelistas anglófilos, Aznar no se ha quedado atrás: noches de poesía, con recitales incluidos, condecoraciones a las folklóricas (Chabela Vargas en presencia de Almodóvar, aunque sin reabrir La Granja) y, ya más en línea con el Caudillo, largas tardes de fútbol con las viejas glorias del Real Madrid.

Naturalmente, sería injusto establecer un paralelismo directo entre el laureado militar que, tras ganar una guerra civil, nunca quiso dejar el poder y el oscuro civil que, tras ganar democráticamente el Gobierno dos veces, renuncia voluntariamente a presentarse a las elecciones. Sin embargo, el “síndrome de El Pardo”, que también se caracteriza por la sustitución del círculo político de partido o de Gobierno por un círculo personal y familiar de enorme influencia a la hora de realizar ciertos nombramientos y de tomar decisiones delicadas, tiene en el secretismo patológico, en la desconfianza de todo y de todos (salvo la familia y algún colaborador íntimo) su rasgo definitivo y definitorio. Y es ahí donde entra Arriola, mezcla del aguador de Fernando VII y del “Pedrolo” de Franco, que, de no ser por algún cuidador físico y porque La Señora tenía su propio candidato, pudo ser presidente del Gobierno tras el asesinato de Carrero Blanco.

Franco cultivaba el secreto y hacía del silencio –en la mejor escuela
oriental, pero también en la occidental de Maquiavelo y Fernando el
Católico- una forma abrumadora del ejercicio y disfrute del poder. La mezcla entre la distancia psicológica del tímido enclenque y la campechanía legionaria del hombre “echao p´alante” producía en quienes se acercaban o vivían junto a él una suerte de terror sonriente, una parálisis dichosa que desembocaba en jubilosa... inquietud. ¿Qué pensaba realmente el Jefe? ¿Pensaba realmente algo? ¿Había hostilidad en la cordialidad, confianza en la distancia, cercanía en la sonrisa forzada? ¡A saber! Entre el “haga lo que tenga que hacer, Cabanillas” y “haz lo que tengas que hacer, Pío” hay más distancia de régimen que de conducta.

Pero lo que nadie dudaba en el franquismo es que el régimen podía vigilarlos sin restricciones de ningún tipo. Y, después del “Caso Arriola”, nadie puede dudar de lo mismo en el aznarismo tardío. La distancia, la desconfianza, la reserva, el secreto desembocan fatalmente en los espías y los dossieres confidenciales, ayer sobre la masonería y el destape sexual, hoy sobre las costumbres sexuales y las malas compañías de los aspirantes al poder. Diferencias de asunto, similitud de método. No hace falta que Villaverde se llame Alejandro, ni que el SECED se llame ahora CNI, después de llamarse CESID. El abuso de Poder, nacido de su concentración en una sola persona, produce instituciones similares en todos los tiempos, en todas las épocas y en todos los regímenes. Ninguna de ellas respetuosa con la libertad. Puede llamársele “Síndrome de El Pardo” o “de la Pirámide”. Lo malo es que siempre hay un Arriola para servirlo.

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