Cuando en el último Congreso del PP Aznar tuvo la ocurrencia de que sus ideólogos plagiaran de la izquierda alemana el concepto de “patriotismo constitucional”, estaba atacando y despreciando una de las bases ideológicas de la derecha española, de todas las derechas, desde hace por lo menos dos siglos. En rigor, aceptaba la devaluación de la idea nacional de España a cambio del respeto a la Constitución. O lo que es lo mismo, aceptaba el carácter transitorio y secundario de lo nacional español a cambio de convertir en patria un simple texto legal que incluye, sí, el respeto a la nación, pero nada más. Así, la raíz de la Constitución se convierte en copa; y la copa de lo nacional, en raíz. El mundo al revés, todo cabeza abajo o patas arriba, pero el centro, porque siempre queda algo en medio, sigue ahí: geométrica y políticamente inmutable.
Defendida aquella ponencia por Josep Piqué y María San Gil, y aprobada con alguna leve corrección españolista, todos entendieron que el PP buscaba convertir en doctrina una estrategia política o que trataba de facturar como idea nacional una táctica partidista: lograr una “tercera vía” entre el liberalismo nacional español y el nacionalismo antiespañol que acepte, siquiera transitoriamente, la legalidad constitucional. Como en el “federalismo asimétrico” de Maragall, un partido español acepta prescindir de lo nacional o arrinconarlo para ser aceptado como socio por los nacionalistas antiespañoles, que no arrinconan su naturaleza sino que pactan el aplazamiento de la secesión definitiva a cambio de seguir dando pasos en esa línea. Los del PSOE quieren cambiar la Constitución del 78 y los del PP difuminar la nación que la sustenta. Diferencia de partida. Pero ese camino de retrocesos y retiradas no tiene fin. Aznar cambió el liberalismo por el centrismo y la nación por la Constitución, pero como, en realidad, lo que estorba a unos y a otros, lo que se trata de abolir es lo nacional español, era inevitable que llegáramos a ese acto vergonzante de homenaje a la bandera nacional el 6 de diciembre de 2002, día de la Constitución, al que no asistieron ni Aznar, ni Zapatero ni el Rey. Federico Trillo y algún dirigente del PP y del PSOE, pero todo entre oficioso y clandestino; mitad birrioso, mitad claudicante. Miserable, en fin.
Cuando el PP anunció ese homenaje mensual a la bandera española, Caldera y otros zapaterillos sociatas protestaron de inmediato, diciendo que “ofendía muchas sensibilidades”. No tuvo en cuenta lo mucho que ofende a la sensibilidad nacional española esa insensibilidad mular de Caldera para con el símbolo de la nación, que, por cierto, le paga el sueldo como representante de la soberanía nacional; ni esa servil deferencia ante los que no lo soportan, que, además de los separatistas, son los izquierdistas de todo pelaje y condición, Caldera incluido. Pero ¿de dónde viene este odio atávico hacia sus orígenes nacionales, concretado en la bandera que es su símbolo, de la izquierda española? ¿Y por qué finalmente la derecha ha claudicado ante el PSOE, dejando el anunciado homenaje mensual a la bandera en trimestral y consensuado, para luego reducirlo a su mínima expresión? ¿Por qué se avergüenzan los dirigentes políticos españoles de la bandera de España, precisamente cuando más arrecia la lucha de sus enemigos separatistas contra ella? ¿Por qué celebran la Constitución, fundada en la nación española, una e indivisible, y reniegan o se avergüenzan del símbolo nacional? ¿A tanto ha llegado la traición de la izquierda? ¿A tanto el complejo de la derecha que ha acabado por imitarla? ¿Y adónde nos llevan ambas por esta Senda de los Apátridas?
La izquierda contra la nación
Hay que remontarse a la Revolución francesa y a su banal identificación de ideología con su lugar en la cámara (cuando se votó la muerte del Rey y, luego, todas las degollinas que se infligieron las distintas facciones revolucionarias: moderados y radicales, girondinos y jacobinos, “llano” y “montaña”) pero especialmente a la asunción por parte del socialismo revolucionario, de Marx a Lenin pasando por la Communne, de esa división “izquierda/derecha”, identificando a la izquierda con Robespierre y el terror, para ver cómo la ideología revolucionaria ha ido minando el concepto de patriotismo, anterior y mucho más noble que el nacionalismo rehecho —y contrahecho— por el Romanticismo.
Desde entonces, la nación era para la izquierda revolucionaria una cáscara, una “superestructura” de la explotación capitalista que debía desaparecer a manos de la Internacional, fuese la I (Marx/Bakunin), la II (Kautsky, Bauer), la III (Lenin) e incluso la IV (Trotsky). Pero como en España la Revolución francesa, el terror y Napoleón fueron calamidades superpuestas y fatalmente sobrevenidas, la nación como sujeto político, base de la soberanía y garantía de los derechos individuales, asumió desde la Guerra de la Independencia y las Cortes de Cádiz el patriotismo secular, milenario en nuestro caso, ya que hunde sus raíces en la Reconquista, que lo fue de nuestra condición cristiana y romana frente al islam. España siempre se sintió y fue sentida como representante de una civilización, precisamente la inventora del Derecho y, por tanto y salvando las distancias, de todas las Constituciones habidas y por haber. Cualquier tradición conservadora en España parte de ahí. Por eso la izquierda totalitaria ha atacado siempre y a la vez el régimen político de turno y la historia nacional, Roma y la Cruz.
Los patriotas de 1808 a 1812 no esperaron a redactar una Constitución para serlo. Al contrario, consideraban a la nación como la base de que debía partir su Constitución, por eso está en sus primeras líneas y es lo primero que se votó. En España, la nación era tan universalmente considerada anterior a la Constitución que incluso después de la separación de las repúblicas de América, cada una de ellas con una Constitución a cuestas, los carlistas y los liberales compartían una misma idea de patria, ambos defendían a la nación y los carlistas incluso se consideraban más fieles representantes de la tradición nacional —Dios, patria, fueros, Rey— que los liberales. Esa triple guerra civil tras pasar por la I República desemboca finalmente en la Restauración canovista, donde la Constitución rige y la bandera y la nación no se discuten. Desde Carlos III, que aprueba la bandera roja y amarilla para distinguir las naves españolas en el mar (de nuevo las naves fueron anteriores a la bandera, no al revés), tanto en la guerra y en la paz, en la monarquía absoluta y en la constitucional, en la república unitaria y en la federal, la nación española cambia de Constitución pero no de bandera: es la misma de hoy.
Sólo comienzan a impugnarla los separatistas catalanes y vascos después de1898. Y desde entonces, la dinámica hasta la Guerra Civil es bien conocida. La alianza de la izquierda (socialistas, radicales) con los separatistas encuentra su símbolo en el esperpento de la bandera republicana de 1931, que no es la nacional bicolor de siempre, la de la I República, sino una supuestamente federal y popularizada por el lerrouxismo, la del jirón morado, que no era sino el carmesí desteñido de un pendón de Castilla que un ignorante creyó color original. Aunque el discurso español de los republicanos de derecha o de izquierda, de Maura a Aznaña, sea indudable, tenso y sincero, el pecado original de sectarismo, la traición a España identificándola con un régimen político adverso, estaba ahí. Tras perder la Guerra Civil, por ellos iniciada, contra el bando a sí mismo llamado nacional; y pese a que en 1977 todos los partidos aceptaron la bandera y la monarquía, ese rencor a lo español que no supieron vencer en el 34, en el 36, ni durante toda la dictadura franquista, sigue ahí. Como si de nada hubieran servido la transición, la amnistía, el mutuo perdón, las elecciones libres, la Constitución del 78 y los veinticinco años de democracia. Sólo ausente donde imperan los separatistas, que han convertido todo lo español, de la bandera al concejal, pasando por la lengua e incluyendo los derechos individuales, en objeto de burla y cacería.
El error de la transición
En la transición, la derecha que trajo la democracia y que —aunque renunciara al régimen que le otorgaba poder absoluto y excluyente— provenía mayoritariamente del franquismo, quiso, como es natural, congraciarse con la izquierda. Pero tropezó con que ésta, a lo largo del exilio o de la clandestinidad, había ido aceptando como doctrina propia y “progresista” la de los separatistas antiespañoles (PNV, ANV, ETA, Esquerra) también derrotados por Franco pero que, antes de terminar la Guerra Civil se habían ganado por sus repetidas traiciones (como la rendición del PNV a Mussolini en Santoña) el odio y el desprecio de toda la izquierda, de Azaña a los anarquistas, de Prieto a Negrín. ¿Qué pasó para borrar esa experiencia? Que los comunistas, especialmente el PSUC, crearon una especie de ideología antifranquista, o una ideología de lo “anti”, en la que todo cabía y todo cabe: desde el odio a Franco al odio a la bandera, desde el rencor a la lengua hasta el rencor a la Historia o cualquier forma de cultura que no se identificase como antifranquista, esto es, marxista... o nacionalista.
La derecha creyó que aceptando el término “nacionalidades” y creando el Estado Autonómico calmaría a los separatistas catalanes y vascos. A la vista está que no. Y si el PSOE atizó el agravio comparativo y se unió a los nacionalistas para echar del poder a la derecha, a la vista está que sigue haciéndolo. Con respecto a lo español, la cosa está clara: sólo es admisible cuando ellos lo representan desde el poder. Si no, es resueltamente despreciable y tienen razón los separatistas en combatirlo. Este episodio del frustrado y cancelado homenaje a la bandera, justo cuanto el reto separatista del PNV y ETA es más descarado, abierto e ineludible, justo cuando el PSOE duda si arriar la Constitución española para volver al poder con los nacionalistas antiespañoles (la historia de siempre) es sólo el último episodio de un atavismo suicida que durará mientras la derecha lo permita, que a este paso y con este Gobierno de Aznar lo permitirá siempre. O mientras dure la nación en su actual encarnadura constitucional, que, a este paso, durará poco. Un patriotismo que requiere de una Constitución concreta para reconocerse no es patriotismo; es el simple respeto a la legalidad vigente. De este país o de cualquier otro. Lo cual, en una lucha sin cuartel contra el separatismo y el totalitarismo, puede ser deseable y hasta necesario. Pero jamás será suficiente.
Y una Constitución como la que parece defender Aznar, que renuncia a la nación, a la bandera, a su símbolo, ni es Constitución ni es nada. Es —o acabará siendo— simple papel mojado. Desgraciadamente, en sangre, como podemos comprobar desde Ermua hasta Sarajevo. Si el presidente del Gobierno y del PP quiere obligar a la derecha española, cuyos máximos signos de identificación han sido siempre y siguen siendo ahora la nación y la religión, a recorrer esa Senda de los Apátridas que la izquierda transita desde hace un siglo a trompicones y saltos mortales asimétricos, puede hacerlo. Pero contrae una gravísima responsabilidad, tanto personal como política e histórica. Que no redimiría jamás.
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