I / In illo tempore
En aquel tiempo, finales de los años setenta, los liberales en España eran pocos y desorganizados. El franquismo había sido profundamente antiliberal, por desconfianza hacia la libertad individual y por un intervencionismo generalizado que, pese a todo, y de acuerdo con los valores más profundos defendidos por el bando nacional en la Guerra Civil, había permitido un desarrollo formidable de la propiedad privada y protegido los valores familiares, religiosos y morales ligados al catolicismo, que para los nacidos en los años cincuenta era, vaciado de contenido el Movimiento, casi la ideología popular española. Cuando los franquistas, en formidable acto de patriotismo y supervivencia, trajeron la democracia, aún quedaba franquismo, había escasos liberales y la democracia era una cosa que definía la Izquierda y aplicaba la Derecha.
En aquel tiempo, la ideología rampante era el socialismo en todas sus variantes. Y los que veníamos de la militancia juvenil antifranquista (generalmente comunista, no había otra) y habíamos llegado por nuestra cuenta a la conclusión de que toda libertad política, toda continuidad nacional y toda prosperidad material pasaba por romper radicalmente con el socialismo, nos encontrábamos perdidos, sin maestros en la Universidad, sin medios de comunicación de orientación liberal, condenados a vagar por un yermo bibliográfico, dirigidos por una clase política de derechas, democrática pero de educación franquista, que, como demostraba el propio Adolfo Suárez, sintonizaba más con el Tercer Mundo y el Movimiento de No Alineados que con los Estados Unidos.
En aquel tiempo, había liberales de sólida formación, la mayoría de ellos católicos y ligados al Opus Dei, pero salvo los círculos minoritarios que se creaban en torno a algunas cátedras de Universidad y que encontraron temprano acomodo en el Gobierno de UCD de la mano de Joaquín Garrigues Walker, su aislamiento era total con respecto a los millones de jóvenes sin experiencia política que iban aprendiendo sobre la marcha las diferencias sustanciales entre Derecha e Izquierda. Estos pequeños grupos ilustrados padecían el aislamiento sectario propio del Opus entonces y también la animadversión de los liberales agnósticos o ateos, provenientes de la izquierda, con los que competían y se anulaban mutuamente. Ninguno puso en pie un medio de comunicación que sintonizase con los jóvenes de inclinación liberal o conservadora, que vivaqueaban entre el “ABC”, el “Ya” y “Diario 16”. Es más: no pocos colaboraron y colaboramos en los primeros pasos de “El País”, apadrinado por Fraga y que en principio iba a ser el medio que aglutinase a la gente con una cierta idea de España y de la libertad, pero que en muy pocos años habría de convertirse en el principal enemigo del liberalismo español.
En aquel tiempo, el gran problema para la afluencia de jóvenes españoles al ideario liberal era la crisis profundísima, abisal, abierta en la Iglesia Católica tras el Concilio Vaticano II. Tanto el socialismo como el nacionalismo antiespañol habían encontrado en los restos de ese monumental terremoto una cantera inagotable de dirigentes, afiliados y votantes, porque la gran mayoría de la población compartía buena parte de los valores católicos. De los que no habían arrumbado los obispos y los curas, que no eran pocos. Precisamente esa deriva hacia la izquierda socialista y nacionalista por parte de la Iglesia oficial abría una brecha casi infranqueable entre católicos y liberales no creyentes, que junto a la existente entre católicos de signo liberal o inclinación socialista aseguraban un futuro de fragmentación y caos ideológico en la Derecha política y sociológica.
En aquel tiempo, la diferencia política esencial estaba entre los partidarios de Occidente y los del socialismo, cuya fuerza esencial residía en la URSS pero cuyo dominio de los medios de comunicación y educativos en la propia España era ya abrumador en los últimos años de la dictadura. (Por poner un ejemplo, yo estudié Sociología de la Literatura en la Universidad Central de Barcelona, en vida de Franco, teniendo como libro de texto el “Medio siglo de cultura española” del protosoviético Tuñón de Lara.) Mientras la democracia se iba asentando en España convulsamente, entre atroces crímenes terroristas de izquierda y reacciones civiles y militares de extrema derecha, el Socialismo Real avanzaba arrolladoramente en todo el mundo. Intelectuales comunistas y anticomunistas (que en general habían sido comunistas o simpatizantes en el pasado) afrontábamos “la lucha final” que canta La Internacional con trompetería triunfal. En aquel tiempo, con razón, porque su triunfo parecía cercano, casi inevitable.
En aquel tiempo, tras el atormentado final de Pablo VI (al que el asesinato del político democristiano Aldo Moro por las Brigadas Rojas sumió en una terrible agonía personal y política, como prueba visible del abismo a que conducía la complacencia de una parte de la Iglesia tras el Concilio Vaticano II con la Izquierda e incluso la extrema Izquierda) y el brevísimo paréntesis de Juan Pablo I, se había convertido en Papa un polaco llamado Karol Wojtyla, prácticamente desconocido fuera de ciertos círculos católicos y del que unos esperaban que trajera definitivamente el socialismo a la Iglesia y otros, los más dentro pero los menos fuera, que luchase a brazo partido contra el totalitarismo comunista, cuyos efectos devastadores, en lo moral y en lo material, conocía de primera mano por haberlos vivido y padecido en Polonia.
En aquel tiempo, la vanguardia de la expansión comunista estaba en África y, sobre todo, en Iberoamérica y su principal ariete ideológico era la Teología de la Liberación, una mixtura casi grotesca de Evangelio para bebés y comunismo para universitarios con ínfulas de guerrilleros pero que demostraba en Nicaragua y otros países una eficacia devastadora. Contra ellos se alzaba en lo político y en lo militar la primera ministra británica Margaret Thatcher y el nuevo presidente norteamericano Ronald Reagan. Y en lo teológico, pero también en lo político, el nuevo Papa polaco, Karol Wojtyla, cuya militancia a favor de la libertad, cuyo papel en la creación de Solidarnosc, cuya decidida voluntad de restaurar los principios morales del catolicismo y acabar con la infiltración comunista le ganaron casi de inmediato la admiración de los liberales de todo el mundo. Y el odio de todas las izquierdas, con una virulencia comparable e incluso superior a la que dispensaban a Reagan y Tahtcher. Casi desde el final de las guerras carlistas, y medio siglo después de la Guerra Civil, era la primera vez que se producía un encuentro en la trinchera de la lucha contra el totalitarismo entre católicos y liberales españoles. Ese encuentro, incomprendido por unos y por otros, absolutamente espontáneo, hijo de la necesidad pero cada vez más asentado en los valores comunes, nacionales y morales, no ha dejado de dar frutos y de afianzarse hasta hoy. Y por encima de los liderazgos políticos, entre los que destaca Aznar, su hilo conductor ha sido siempre Juan Pablo II.
Quien no haya vivido en aquel tiempo propicio a todos los liberticidios difícilmente entenderá hasta qué punto lo valoramos desde este mediocre aquí, en este triste ahora.
II / Hic et nunc
Aquí y ahora, la alianza estratégica de liberales y católicos españoles va ya por la segunda generación. La primera se creó, por resumirlo en una imagen, al ver al Papa levantando su dedo admonitorio contra Ernesto Cardenal, ministro sandinista, en Nicaragua. Eran, como diría Santa Teresa, “tiempos recios”, y la lucha contra el comunismo y la Teología de la Liberación eran una misma cosa, aunque no una cosa sola. Ante aquella imagen se delinearon los bandos que han marcado el devenir de Occidente durante los últimos veinte años. Llegaron las grandes movilizaciones populares contra el comunismo en la Europa del Este, pero al mismo tiempo se producían las grandes movilizaciones de la Izquierda en la Europa del Oeste contra Reagan, cuyo jaque mate a la dinastía roja de Andropov (el carnicero de Budapest en 1956, el jerarca del KGB y de la URSS que había urdido a través de Bulgaria, y un tal Alí Agca, el asesinato del Papa polaco) tuvo que aceptar su heredero, último de Lenin, el mediocre y fotogénico Mijail Gorbachov. La caída del Muro y la desaparición de la URSS marcaron un cambio radical en la política internacional y en las expectativas de buena parte de la Humanidad. Nunca ha vuelto a haber una alianza tan estrecha, tan profunda y vigorosamente sentida, entre los Estados Unidos y el Vaticano, ni entre los liberales agnósticos o ateos, judíos o protestantes y el Papa Wojtyla. Pero por muchas que discrepancias surgidas en torno a las guerras de los últimos años, nunca se ha roto.
Aquí y ahora, cabe recordar que la última visita del Papa a España, ya muy enfermo, supuso la resurrección de la derecha social y política aglutinada en torno al Gobierno Aznar. Que los años de acoso antidemocrático y paragolpista por parte de la Izquierda en general y el PSOE en particular tenían contra las cuerdas al gobierno legítimo de la Derecha, de una derecha liberal-conservadora cuyos principales dirigentes son católicos y tenían y tendrán siempre por el Papa Wojtyla particular veneración. Y conviene recordar también que en su último discurso a millón y medio de personas en el paseo de la Castellana el Papa hizo un soberbio, emocionante, extraordinario discurso en defensa de la nación española, reivindicación irrenunciable que junto con el razonado respeto a la tradición católica y a la economía de mercado constituye el espinazo ideológico de la derecha actual, forjada por Aznar. Y en esa forja, la alianza de liberales y católicos pasó de ser un lance de Oposición a un hecho de Gobierno, y, por culpa de la masacre del 11M y su manipulación política, otra vez de Oposición. Pero nunca se ha tambaleado.
Aquí y ahora, el Gobierno de todas las Izquierdas y casi todos los separatistas, presidido por Zapatero pero asegurado por el hormigón mediático de Polanco, ha desatado la más feroz campaña contra la Iglesia y los católicos que se recuerda desde la Guerra Civil. En ese empeño genuinamente totalitario y tradicionalmente socialista por demoler todos los valores del individuo, la familia, y la sagrada esfera íntima de convicciones y creencias, se trata de destruir precisamente la tradición católica y el presente liberal de la Derecha. Nunca, ni en los largos y tristes años del felipismo, liberales y cristianos se enfrentaron a un odio tan absurdo como real, tan disparatado como frenético. Y frente a eso, aquí y ahora, la derecha de siempre oye la COPE y la derecha más joven lee Libertad Digital. Sin aquel Papa que vino del Este, con la Libertad a cuestas, este pequeño milagro en Internet, que evita a los jóvenes españoles de hoy la atroz penuria intelectual que “in illo tempore”, padeció nuestra generación, seguramente no habría sido posible. Quizás, ni siquiera imaginable. Wojtila ha sido el admirable Santo Padre de los católicos pero también el Buen Amigo de los liberales. Perviva en nuestro recuerdo. Descanse en paz.