La sesión que está celebrando (del 14 de marzo al 22 de abril) en Ginebra la Comisión sobre Derechos Humanos tampoco es promisoria. Su primer debate fue monopolizado por los delegados de los regímenes árabes y de Irán, que siempre caen en la rutinaria verborrea sobre las "prácticas inhumanas del sionismo".
El síndrome empieza a recular, pero con lentitud exasperante. Parece haber sido extrapolado a los organismos internacionales desde la Liga Árabe, cuya decimoséptima cumbre acaba de inaugurarse paralelamente en Argelia (23-3-05): allí los peores sistemas políticos del planeta, en lugar de enfrentar los males acuciantes que postran a sus pueblos, monopolizan el discurso en rol de acusadores. Así desvían la atención mundial de las pavorosas violaciones a los derechos humanos que perpetran diariamente. Una porfiada arma de su argucia siempre fue la judeofobia, que les ha deparado impensados aliados.
La ONU, presa del mecanismo, sólo en junio pasado encaró por primera vez el odio antijudío, por medio de un seminario al respecto que tuvo una magra participación.
Ni siquiera su Declaración de los Derechos Humanos incluye una reprobación de la judeofobia, debido a que en 1965 los delegados soviéticos se opusieron a dicha inclusión y propusieron, en su lugar, que el texto denunciara como crímenes raciales "el sionismo, el nazismo y el neonazismo" (en ese orden). Era el mismo año en que Al Fatah comenzó sus prácticas terroristas, sin "territorios ocupados" que le sirvieran de excusa y sin amonestación alguna por parte de la ONU.
Por todo lo antedicho, cabe sólo celebrar la presencia del secretario general de la ONU en Jerusalén para la reinauguración de Yad Vashem (15-3-05), el museo oficial del Holocausto. Kofi Annan trae tras de sí el rol de la ONU en Oriente Medio, que fue entre ineficaz y contraproducente.
La recomendación de la Asamblea General (29-11-47) de dividir Palestina Occidental en un Estado judío y uno árabe fue alentadora, y aunque no se concretó debido al rechazo bélico de los regímenes árabes se trató de un acto de justicia que reconoció el derecho histórico y moral de los judíos a un Estado en estas tierras.
También es cierto que la mediación del secretario general Ralph Bunche posibilitó los armisticios después de la Guerra de Independencia de Israel (1948-49). Sin embargo, aquellas primeras medidas agotaron su acción positiva y fue imponiéndose una mayoría violenta que reclutaba en bloque votos árabes, tercermundistas, comunistas, islámicos; y, en escenario kafkiano, la ONU terminó siendo una herramienta para destruir a un Estado miembro.
Dos eventos de hace 30 años llevaron esa función a su nadir. El primero fue el otorgamiento del status de observador permanente a la OLP, por entonces desembozadamente terrorista, acompañado por la resolución 323, que postula el "derecho palestino a la autodeterminación, independencia nacional y soberanía sobre Palestina" sin siquiera aludir a la existencia del pueblo hebreo, que la habita por sólo algunos pocos milenios.
El segundo, bajo la incalificable presidencia de un ex criminal de guerra nazi, fue la declaración 3379, que equiparó el sionismo con el racismo y cuya estela fueron cruentos atentados, que la festejaron con sangre de inocentes. Cabe recordar que casi todos los votos a favor de aquella infamia fueron emitidos por los representantes de jeques y dictadores, y los votos en contra por los de las democracias, a la sazón en triste minoría.
Entre los valientes discursos que se pronunciaron en defensa del vapuleado pueblo judío –que felizmente incluyeron entonces tanto a los delegados europeos como a los americanos– brilló con luz propia el del sacerdote costarricense Benjamín Núñez, que dedicó su vida a la reconciliación entre la cristiandad y el pueblo judío.
Núñez fue rara avis en la ONU, ámbito en el que se reprendía la violación del espacio aéreo ugandés para rescatar a los rehenes en Entebe (1976) pero no el lanzamiento de misiles iraquíes sobre Tel Aviv (1991). Incluso el máximo acuerdo de paz para la región, el firmado entre Israel y Egipto en Camp David (1979), fue condenado por la ONU, cuyo artículo primero declara que sus objetivos son “mantener la paz y desarrollar relaciones amistosas entre los países”.
Cada Asamblea General anual engendraba más de 30 resoluciones antiisraelíes, y comités especiales se dedicaron al "problema palestino", el único pueblo del mundo cuya explícita y exclusiva defensa ha merecido la creación de organismos de la ONU.
Doscientos diez años después de la visión de Kant
Últimamente algunas luces parecen alumbrar el oscuro sendero de la ONU en lo que respecta a Israel. En la recepción que le ofreciera el presidente Moshé Katzav (15-3-05), Kofi Annan declaró: "Debemos corregir una larga anomalía que ha privado a Israel de participar plena e igualitariamente en la labor de la ONU" (es el único país que no ha tenido acceso a ningún grupo regional y que tiene vedado el acceso al Consejo de Seguridad). Pero la organización requiere de una profunda metamorfosis.
La devastación de la Gran Guerra llevó a las naciones enfrentadas a traducir en hechos la visión de "una federación de repúblicas" que sugirió Emanuel Kant en Paz Perpetua (1795). Por ello nació la Liga de las Naciones; estuvo en pie desde 1920 hasta 1946 y llegó a contar con 63 miembros, entre los que no estaba EEUU (fue precisamente el presidente Roosevelt quien, en 1941, tomó la iniciativa que llevó eventualmente a las Naciones Unidas –nombre que él mismo acuñara en 1942–, cuyo presupuesto está cubierto en una cuarta parte por EEUU).
El fracaso de la Liga derivó de que no supo enfrentar la agresión alemana de la década de los 30 y, por lo tanto, en vez de cumplir el objeto para el que había sido creada: evitar la guerra, fue cómplice de su estallido. Del mismo modo, la Guerra de los Seis Días (1967) se precipitó cuando la ONU se sometió a la demanda del presidente egipcio, Naser, de que se retiraran las Fuerzas de Emergencia que estaban apostadas en Sinaí precisamente para evitar un enfrentamiento.
Una impotencia similar caracteriza a la ONU frente a la agresión islamista actual, y la organización continúa trabada por la índole no democrática de una buena parte de sus miembros.
Curiosamente, en la ONU no tiene importancia si el Estado miembro es una pujante democracia o una tiranía medieval. El representante del pueblo danés dialoga de igual a igual con el de Kim Jong Il, y el de los canadienses está en el mismo nivel que quienes representan a la familia Saúd o a Gadafi.
Pero en aras de la "paz perpetua" hace falta una animosa agrupación de Estados Democráticos que bregue por limitar en la ONU los beneficios de los delegados que en vez de representar a sus pueblos son portavoces de castas que han secuestrado violentamente a éstos. La ONU podría estimular la marcha mundial a la democracia si diera el ejemplo de dar prioridad a sus miembros democráticos. Después de todo, no es posible que la plataforma de "paz, derechos humanos, justicia, progreso social, tolerancia y unidad" sea cumplida por regímenes que no intentan siquiera aplicarla en sus propios países.
Vivimos la coyuntura propicia para la ONUD, ahora que las peores tiranías del mundo o bien ya no están (URSS, Sadam, los talibán, Arafat) o bien se hallan en retirada (Asad, los ayatolás, Sudán).
Gustavo D. Perednik es autor, entre otras obras, de La Judeofobia (Flor del Viento) y España descarrilada (Inédita Ediciones).