No vendrá ahora esta servidora a contarles nada nuevo al respecto del cara a cara entre Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy. Pueden estar tranquilos. Está todo dicho, repetido, resumido y analizado con precisión. Así que como el diagnóstico principal ya está debidamente elaborado por quienes saben, puedo ya dedicarme a mis cosillas. A esos recovecos que tanto me gustan, a los pliegues de las arrugas y demás cuestiones menos relevantes. O al menos, aparentemente. Es lo que tiene entregarse a los aspectos más emocionales.
Veamos. Ya sabemos que el líder de los populares estuvo como es él, pero en su versión más mejorada, incluso de aspecto, más estilizado y todo ello a pesar de la falta de coordinación y distribución de sus canas. Eso es algo que, les confieso, me tiene algo desconcertada.
Pero hoy voy a centrarme en el perdedor. Y les diré a continuación por qué, más allá de la tendencia humana a la compasión hacia la figura que encarna el fracaso. Se debe más a mi teoría de la proliferación de infiltrados que pululan alrededor de nuestro pequeño atleta.
No sé si les sonará cuando el todavía aunque invisible presidente del Gobierno nombró al candidato socialista vicepresidente del Ejecutivo. ¿Lo recuerdan? Comparable poco menos a la llegada del Mesías. Y no exagero. Tiren de hemeroteca y compruébenlo. De impresión.
Ya advertí entonces la finísima línea que separa el triunfo del fracaso, el poder de la simple mortalidad, los abrazos y achuchones de la más cruel indiferencia.
No reconocí a ése otro Pérez Rubalcaba el pasado lunes. El titubeo permanente, las manitas danzantes, el desliz de reconocer la mentira, el nerviosismo evidente. Y ese maquillaje berlusconiano que todavía hace destellos, o esa mirada encogida, asombrada por el poderío del contrincante.
El candidato socialista no luchó ni peleó como el lema de campaña del PSOE nos sugiere. Ni mucho menos. Don Alfredo se aseguró la plaza en la Cámara Baja y poco más. Los asesores tampoco tuvieron su mejor jornada. Y se nota que en Ferraz algunos van recogiendo hasta las grapadoras y los post-it.
Un inciso. Consejo a más de un experto en comunicación política. Córtense un pelín porque se les ve el plumero. Y somos muchos los que hemos visto The West Wing. Obviedades, banalidades y terminología algo caduca. No seamos tan pretenciosos.
A lo que iba. La lucha sin cuartel que dará comienzo el 21 de noviembre en la calle de Ferraz, justo después de que el Partido Popular gane las elecciones y durante el traspaso de poderes y carteras, pondrá de manifiesto –una vez más– las miserias del lado más oscuro de la política y veremos cómo los peones se afianzan y los alfiles se cruzan llevándose con ellos a unos cuantos. Y eso condiciona. Vaya si condiciona.
Empezando por no saber si te votarán los tuyos. Eso es lo peor. Y si no, que se lo pregunten a Miquel Roca, por poner un ejemplo, así... al azar.
Y siguiendo por saber que hay ojos en Cataluña, en Madrid y alguno en el País Vasco que escudriñan cada uno de tus movimientos para retapizar el sillón del despacho que ocupas de manera transitoria. Porque el Congreso del PSOE, una vez el poder ya se ha perdido –que de hecho, se perdió en las pasadas elecciones municipales– abrirá la veda al todo vale, a las camarillas interesadas y destapará rostros ocultos. Apasionante escenario el que se avecina.
Pero no olvidemos que algunos de esos rostros aguardan ahora en calma tensa, a la espera del momento oportuno. Y así, mientras el tiempo avanza, lo van ocupando asesorando al candidato. Hasta la caza de una pieza mayor.