Lo cierto es que en España cada día interesa -aparentemente- menos la política y sus representantes. Sin embargo, cada día se politizan más sus asuntos. Cualquiera de ellos. Somos entrañablemente contradictorios.
Y alguno de ustedes se preguntará. ¿Responderá acaso esta afirmación tan rotunda a un estudio sesudo al respecto? Pues miren. No. Lamento defraudarles, pero mi intuición me suele llevar por caminos de lo más diversos.
No recuerdo la última ocasión en la que en España abordó algún tipo de debate con serenidad y con una pizca de rigor sin tener que pertenecer de manera casi bochornosa a una u otra de las posturas oficiales.
Cuando el criterio cotizaba al alza, asistíamos a tertulias y charlas donde cada cual aportaba su punto de vista sin tener que elegir permanentemente entre su padre o su madre, entre la izquierda o la derecha, entre norte o sur o entre Almodóvar o Amenábar. Mi caso se agudiza por mi condición de catalana. En el filo de la navaja. Directamente.
No pretendo hacer ninguna oda al gris. Ni mucho menos. Hablo de matices, hablo de contextos, me refiero a que una única postura no sirve para todos los ámbitos. Y no sólo por lo mortalmente aburrido que es. Si no por una mínima elaboración de la defensa de una idea u otra.
Y como los españoles tendemos a lo fácil y a la simplificación, ante cualquier eventualidad y dejando de lado las diferentes varas de medir, hay que buscar, en primer lugar, alguien a quien linchar e inmediatamente después, determinar cuál de las posturas se sitúa más a la izquierda o más a la derecha. Y así.
Ahora, además, hemos decidido tomar las calles. Sin embargo, no nos organizamos en un nuevo y refrescante partido político, un Foro o una Asociación que fomente el debate o en una Fundación que realice estudios y propuestas de lo que queremos transmitir para cambiar esa sociedad que tanto criticamos.
Lo nuestro es más de tertulia de bar. Cuántas soluciones aportamos cada día ante un café o un buen pincho de tortilla, por Dios. Cuántas conspiraciones e incluso programas de gobierno elaborados alrededor de una tapa de ensaladilla rusa. Ahí. Ahí lo damos todo. Más de una vez he pensado que tenía a mi lado una celebración extraordinaria de un Consejo de Ministros. En serio.
Pero nuestro problema, básicamente, es que nuestros propósitos se quedan en ese suelo impregnado de servilletas de papel junto a la barra de nuestro querido bar.
Inciso. ¿Por qué razón el español insiste en ignorar papeleras y seguir lanzando papelitos en los suelos de las barras de los bares? Otro día lo abordamos. Que no se crean. Me da para una columnita.
De repente, eso sí, se crea una plataforma de defensa de los afectados de la (su) hipoteca. Y aunque el 90% de los expedientes de desahucio se incoaran en etapas anteriores, qué más da. Se la liamos a los que han llegado después porque nos gustan menos. O porque sale más barato. Fundamentalmente. Lo llevan, como diríamos, en el equipaje.
El populismo en España va adquiriendo un peligroso tono chavista y no auguro buenos momentos para el sentido común. Francamente.
Ignoro el ranking de naciones más demagogas. No tengo información al respecto. Pero apuesto lo que ustedes quieran que de haberlo, los españoles ganamos el maillot amarillo, la ensaladera de Wimbledon y la chaqueta verde del Masters de Augusta. Líderes absolutos en solitario.
Pero eso sí. Moviendo bien los cubitos de hielo de nuestra copa de balón premium, con tónica deluxe y ginebra top de importación. Que para eso somos de los primeros consumidores del mundo. Y para chulos, nosotros. Más que un ocho.