Permítanmelo por una vez. Tenía que haber sido en el cine pero no pudo ser. Se me escapó en su momento y si tenemos en cuenta que hoy día una película en la cartelera española dura menos que la última entrega de Laarson en una librería, he tenido que verla recientemente en un formato más doméstico.
Elegy, la cinta que Isabel Coixet dirigió basándose en una novela de Philip Roth, no sólo me ha fascinado sino que pone de manifiesto, una vez más, aunque con mayor precisión e inteligencia, las diferencias inabarcables de entender la vida, el amor, el desarrollo individual, las relaciones humanas, la enfermedad y la muerte entre el género femenino y masculino.
Como diría el genial Tip, el "santo barón" que a mi lado se encontraba y una servidora, vimos el mismo largometraje pero entendimos y disfrutamos la relación entre el profesor y la alumna desde ópticas diametralmente opuestas. Tengo la definitiva certeza de que los códigos de comunicación y de percepción que solemos utilizar las mujeres y los hombres pertenecen a planetas cada día más alejados entre sí. Y eso, una vez superada la irritación inicial aunque ya asumida, me encanta.
El personaje del escritor y profesor, seductor absolutamente creíble y magistralmente interpretado por Ben Kingsley, así como el de la alumna hechizada por esa mezcla apasionante para según qué tipo de mujeres de atracción puramente intelectual y esa pose de maduro a medio hacer, a la que da vida una espléndida Penélope Cruz, resumen en buena medida la esencia misma de nuestras vidas.
Coixet profundiza de manera impecable en las cosas que dan sentido a la existencia, en los profundos vértigos al vacío, en la pasión, los sentimientos y en cómo nos enfrentamos los mortales al mañana.
Pero mientras intentaba apartar los lagrimones que se desparramaban incontenibles a medida que la historia avanzaba hacia no se sabía dónde me daba tiempo a pensar algo en la importancia de esos códigos. Y no sé si ahora será políticamente correcto o no decirlo, pero deseo reivindicarlos. Porque esas diferencias, en el fondo, me siguen pareciendo arrebatadoras y muchas las seguimos necesitando como el agua que bebemos.
Sigo amando lo diferente, lo imprevisible, sigo queriendo como quiero querer y no deseo que nadie imponga una única vía para querer a una persona, a tu tierra o para hacer un supuesto mejor servicio a los ciudadanos mediante según qué políticas que alguien ha considerado como las adecuadas o las determinadas posturas ante la vida que deben ser aplaudidas y bien acogidas por el modélico votante.
Casi cincuenta años se van a cumplir desde que Daniel Bell escribió The end of Ideology, donde hacía hincapié en el agotamiento de las grandes ideas políticas que habían regido hasta el momento el mundo occidental y una veintena desde que hizo lo propio Francis Fukuyama con The end of the History, tras la caída del Muro de Berlín y las políticas marxistas-leninistas.
Pero la izquierda, lista y hábil, supo rearmarse ideológicamente. Y lo hizo ganando las batallas dialécticas en la calle y apropiándose descaradamente de los derechos de autor de conceptos universales. La izquierda se ha creído la única defensora de los derechos humanos, del medio ambiente, de la mujer. Pero lo mejor de todo es que así lo han vendido y muchos lo han comprado por no haber competencia en ese mercado.
Es obvio que mi visión es desde un punto de vista de sociedad occidental y avanzada, ya que, de otro modo, tampoco sé siquiera si la podría materializar.
Y por eso me aferro a esos códigos, ya que por el momento me siguen pareciendo uno de los pocos signos auténticos y todavía intactos de los que disponemos para comunicarnos, con menor o mayor fortuna, que han venido funcionando desde hace tanto y que tantas alegrías y disgustos nos han proporcionado. Ojalá nadie decida aniquilarlos.