Les confieso que abordo esta campaña electoral –me ahorro el prefijo por innecesario– algo fatigada. Sorprendida y algo preocupada anda una al comprobar cómo algunos de los asuntos que suelen provocar en mí reacciones inmediatas e incluso irascibles, quedan apilados y arrinconados mentalmente casi con total y espontanea indiferencia.
Y con la que tenemos encima. Ni siquiera con la proliferación de políticos con aire de nuevos ricos que se creen con derecho a tunear las instituciones a su antojo, como si de su vehículo recién adquirido se tratara.
Así que aquí me tienen, encogida de hombros, con los brazos extendidos y exclamando: ¿y ahora qué hago? Hoy no encuentro ningún París, ese que siempre le quedará a Bogart. Con lo que a falta de pan, buenas son las tortas. Y sí, siempre nos quedarán ellos.
Inciso y al grano. Nunca he tolerado bien la figura del eterno adulador, ése que suele rondar al jefe o a la jefa susurrando al oído lo que a muchos les gusta oír. Ya en el colegio lo llevaba mal. Acostumbraba a tener peloteras con las pelotas. Y con los años, peor, supongo.
Empalagada y abochornada de tanta lectura odística a la figura del todavía líder de la oposición reconvertido ahora para los recientemente caídos de sus caballos en líder espiritual ante las interesantes perspectivas que presumen les espera.
Todavía resuenan los incesantes tweets la noche en la que Mariano Rajoy presentó su libro que, bajo el título En confianza, nos dibuja un perfil personal y político de la figura del que está llamado a ser el sufrido sucesor de José Luis Rodríguez Zapatero. Numerosos colmillos afilados y sedientos se dieron cita aquella tarde de septiembre.
Dice el presidente del Partido Popular que no guarda ningún rencor. Yo le creo. Le pega, además. Eso no quita que no pueda sentir un determinado gustillo ante quienes después de negarlo por tres veces, los más suaves, pronuncien las cuatro sílabas de su nombre de manera contundente, clara y pausada antes de darle un apretón de manos y mirarle a los ojos haciéndole saber que está ahí, a la espera de lo que haga falta.
Pero ya conocemos ese sabor a óxido del poder y de la política cuando se quieren poseer y éstos no se dejan.
La cuestión es saber si Mariano Rajoy es susceptible a la adulación. Conozco a demasiados que sí. Y que han nombrado no a los mejores, sino a los más entregados a la causa. A la causa de quien le nombra y a la suya propia, queremos decir. Mi intuición me dice que hila fino, que "cala" rápido, que se contiene demasiado –eso ya me da más miedo– guardándose para él mismo sus más íntimos pensamientos. Pero también me da que no sucumbe fácilmente al pelota de turno.
Y Dios nos libre de aquéllos. Porque ante el panorama financiero que tenemos, ante las crisis amorosas, institucionales y constitucionales de mis paisanos con respecto a "Madrid" –es como un ente que todo lo engloba– o ante las medidas de ajuste que se atisban en el horizonte, lo que hará falta son políticos a la vieja usanza. Casi héroes, me atrevería a decir.
Y me temo además que la solvencia, la solidez, las agallas, la estrategia a largo plazo, la operatividad, la capacidad de comunicación de sus acciones y la eficacia no son demasiado compatibles con el babeo viscoso de una tarde.