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Emilio Campmany

No sólo de hierro

La hija del tendero supo convertir la injuria en una especie de título nobiliario definitorio de un programa de gobierno.

El apodo de Dama de Hierro se lo debía Margaret Thatcher a la prensa soviética. Naturalmente, se trataba de un insulto. Con buen criterio, los periodistas rusos creyeron que lo férreo no podía ser una cualidad apreciada en Occidente. Y, sin embargo, la hija del tendero supo convertir la injuria en una especie de título nobiliario definitorio de un programa de gobierno. Hoy, sus obituarios destacarán precisamente eso, su firmeza en la defensa de sus principios, su testarudez imponiendo las reformas que creía necesarias para su país, su rocosa alianza con Reagan para derrotar al "Imperio del Mal". Desde luego, Margaret Thatcher fue todo eso. Pero no sólo eso.

En los inicios de la década de los ochenta, recién llegada al 10 de Downing Street, la granítica dama supo imponer a su país, a su Gobierno y al aparato burocrático que gobernaba el Foreign Office y la política exterior británica una suerte de revolución en sus relaciones con la URSS y el Este de Europa. Fue ella quien se dio cuenta de que la impermeable Rusia soviética necesitaba cambiar. Fue ella la que descubrió a un joven de poco más de cincuenta años en la gerontocrática nomenklatura soviética llamado Mijaíl Gorbachov, al que invitó unos meses antes de que se convirtiera en secretario general del PCUS a visitar Gran Bretaña.

Detrás de aquel definir a Gorbachov como un hombre con el que se podía hacer negocios había algo mucho más profundo. Aquella gran primera ministra atisbó que el esclerótico régimen comunista estaba tan anquilosado que tenía que cambiar si no quería perecer. Y ese cambio no podía ir más que por la liberalización, siquiera tímidamente, de la economía y la política. Así, para Thatcher, la elección de Gorbachov en 1985 no fue el hecho determinante de la reforma, sino una consecuencia de su necesidad. En pocas palabras, no fue Gorbachov quien trajo el cambio sino la exigencia del mismo lo que trajo a Gorbachov. Y a Occidente le cumplía allanar el camino. Para eso, no sólo había que mantener buenas relaciones con la URSS y la Europa del Este, sino desplegar los misiles Cruise y Pershing II y llevar adelante los programas nucleares en marcha, así como desarrollar la Iniciativa de Defensa Estratégica, que aquí conocemos como Guerra de las Galaxias. Por un lado, la mano tendida a una Rusia dispuesta a convivir pacíficamente y a gastar su riqueza en mejorar el bienestar de su pueblo. Por otro, el mantenerse firmes en la carrera de armamentos a fin de acabar de convencer a los dirigentes soviéticos de que por las malas jamás vencerían a Occidente y de que su única salida era la que representaba Gorbachov: la reforma, la apertura, el deshielo y la convivencia pacífica.

Nadie previó que el régimen comunista, abierto, reformado y dulcificado, caería al poco tiempo. Tampoco Thatcher supo prever la inmediatez. Lo que sí sabía es que, abierta la espita de la libertad, el comunismo acabaría tarde o temprano diluyéndose. Que lo hiciera tan pronto no hace más que resaltar el gran éxito de aquella gran visionaria que fue esa gran dama, que no sólo estaba hecha de hierro.

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