Lo sucedido durante el funeral de Estado por la muerte de Adolfo Suárez es intolerable. El que la liturgia católica contemple la irritante posibilidad de que el celebrante ofrezca una homilía no es excusa para hacer un panegírico de las virtudes del difunto, mucho menos si es para tacharlas de cristianas. El cardenal arzobispo de Madrid, monseñor Rouco Varela, no puede abusar de la condición de católico del fallecido y decir que la rectitud y fortaleza del que fue el primer presidente de la democracia se debían a su fe cristiana. ¡Pero cómo se puede decir eso de nadie! Rouco todavía no se ha enterado de que la fe cristiana no es ninguna virtud sino una tara, una rémora, un desdoro que hay que ocultar y disimular en nuestra feliz España, alegre y faldicorta, como acertadamente la describió un ministro socialista. El que el sacerdote oficiante sea católico y que lo fuera el muerto no le excusa del descaro de arrimar el ascua a su sardina de esa forma tan grosera. La rectitud y fortaleza fueron desde luego virtudes que adornaron al presidente Suárez, pero lo hicieron no gracias a su fe católica sino muy a pesar de ella. Rouco ignora que los católicos se caracterizan por ser cobardes y medrosos.
Luego fue peor. Dijo que Suárez buscó y practicó tenaz y generosamente la reconciliación en los ámbitos más delicados de la vida política y social de aquella España que, con sus jóvenes, quería superar para siempre la Guerra Civil, los hechos y las actitudes que la causaron y que la pueden causar. ¡Pero cómo se puede tergiversar la historia de esta forma tan obtusa! La Guerra Civil no enfrentó en dos bandos a los españoles. Fue un conflicto entre unos militares fascistas y el resto. ¿Con quién quiere éste que nos reconciliemos? ¿Con los golpistas? Es posible que Suárez pensara que estaba practicando la reconciliación, pero es mentira. Lo que hizo fue quitar el poder a los generales franquistas y devolvérselo a los españoles que llevaban cuarenta años ansiando votar al PSOE y a los nacionalistas y no les dejaban. ¡Qué reconciliación ni qué ocho cuartos!
Y lo que ya fue para liarse a quemar iglesias es que tuviera el atrevimiento de permitir que sonara el insidioso himno nacional en la consagración. ¡Dónde vamos a llegar! El himno, salvo en eventos deportivos, no se toca nunca. Y si juegan el Barça o el Athletic, ni eso. Es que son ganas de provocar. ¿No se da cuenta este hombre de que esa maldita melodía hiere la sensibilidad de la mayoría de los españoles? ¿No se percata de que muchos de los que estaban allí no es que les repela el himno, es que no quieren ser españoles? Parece mentira que todavía haya quien no respete la diversidad de sensibilidades que enriquecen nuestra idiosincrasia como pueblo. Como mucho, lo que podía haber hecho es ponerse encima de la casulla una camiseta de la Roja. Eso no creo que hubiera ofendido a nadie, pero el himno… ¡A quién se le ocurre!