Santiago Carrillo era el último de los que, habiendo tomado decisiones importantes durante la guerra, seguía vivo. Su figura está indisolublemente unida a las sacas de Paracuellos, a su posible responsabilidad en ellas. Hoy, la izquierda española sigue queriendo hacer creer que sólo la derecha, por sublevarse, tuvo la culpa de todo lo que entonces se hizo. Y la izquierda, supuestamente defensora de la legalidad, ninguna pudo tener, ya que representaba al régimen legítimo, matara a quien matara y lo hiciera como lo hiciera. Carrillo fue en los últimos tiempos el símbolo de esa impunidad así justificada.
Todo eso es una filfa, naturalmente. La Guerra Civil fue eso, una guerra civil que desencadenaron los españoles de entonces, los de derechas y los de izquierdas. Nadie fue inocente. Y Carrillo, que estuvo entre ellos, tampoco. Quizá por eso, el secretario general del Partido Comunista de España fue en la izquierda quien mejor entendió la Transición. Un proceso que para él como para tantos otros españoles fue de reconciliación y en el que había que evitar ponerse a medir quién hizo más sangre o quién fue más eficaz matando o quién más cruel torturando. Fueron Fraga y él quienes encarnaron ese espíritu, sobre el que se construyó la Monarquía de 1978.
Es verdad que la estrategia de Carrillo fue moderar cuanto se pudiera las aspiraciones políticas del PCE y echarse encima cuantas pieles de cordero fueran necesarias (no se olvide que en los actos del partido de aquella época había tantas rojigualdas como banderas con la hoz y el martillo, y se retiraban con disciplina estalinista las tricolores que algún despistado portara). El objetivo era llegar a ser el principal partido de la oposición. Y era lógico que fuera así, habiendo sido los comunistas la única oposición al franquismo. Grande fue su decepción cuando vio que la Historia, con algunos empujoncitos llegados de muchas partes, escogió al dúo formado por Felipe González y Alfonso Guerra como futuros gobernantes cuando llegara el momento de que España tuviera un Gobierno de izquierdas. Tanta moderación, tanta bandera española, tanto eurocomunismo para eso. Y, no obstante, a pesar del fracaso, los comunistas de aquella época siguieron fieles al espíritu de la Transición, con la esperanza de que llegara el día en que los españoles de izquierdas se dieran cuenta de que aquellos dos sevillanos no eran más que un par de chisgarabises.
Ya no queda nada de todo eso. La izquierda fue capaz de poner a su frente a un chisgarabís aún más obvio, hasta el punto de hacer de Felipe González un estadista. Y ahora aspira a hacer pagar a la derecha su victoria en la Guerra Civil. Y cogieron a Carrillo y lo pasearon como encarnación de esa izquierda que levanta monumentos a Largo Caballero y desplaza las estatuas de Franco, como si ambos no fueran igual de culpables de lo que pasó. Carrillo se dejó querer y le cogió gusto a eso de ser figura viva de una izquierda que, habiendo tenido tanta, ahora resulta que no tuvo ninguna responsabilidad de lo ocurrido durante la guerra.
Si esa izquierda que hoy es el PSOE no hubiera traicionado el espíritu de la Transición, hoy podrían ir al entierro de Carrillo un Fraga o un Adolfo Suárez; si no fuera porque uno está muerto y el otro enfermo. Quizá lo haga Rodolfo Martín Villa, que fue el ministro del Interior que lo detuvo cuando volvió a España y lo puso en libertad poco después. Serviría de poco, porque pocos serían los que hoy entendieran el porqué.