Paso por alto mis años de vida ciudadana en Argentina, durante los cuales hice la transición desde el infantilismo de izquierda hasta el compromiso con la sociedad abierta. Lo cuento en "La forja de un liberal" (La Ilustración Liberal, nº 52).
Puesto que siempre he sido un animal político, cuando me radiqué en Barcelona -en 1976- empecé a observar la trayectoria de los partidos que salían de la clandestinidad, y cuando obtuve la nacionalidad española -en 1980- ya había tomado una decisión: me convertí en un votante fiel del PSOE que había roto con su pasado marxista. Posteriormente, la ratificación de la entrada en la OTAN, la reconversión industrial, la legislación social y cultural, la intervención en la primera guerra del Golfo y la lucha contra ETA, incluyendo su faceta sucia, me confirmaron que no me había equivocado. Los casos de corrupción los atribuí entonces -y los sigo atribuyendo- a la naturaleza humana, y las barrabasadas del descamisado Alfonso Guerra las soporté como mal menor. Hasta que llegaron las elecciones catalanas de 1995.
El voto esquizofrénico
En 1995, el candidato de PSOE-PSC (todavía las dos siglas aparecían juntas) a la presidencia de la Generalitat fue Joaquim Nadal, un nacionalista de tomo y lomo que ahora se ha quitado la careta para sumarse a las huestes secesionistas. Esa fue la primera vez que opté por votar al Partido Popular, cuyo candidato era Aleix Vidal-Quadras. Lo expliqué en La Vanguardia, de la que era colaborador ("El voto esquizofrénico", 6/11/1995):
Jordi Pujol tiene razón cuando pide que las elecciones autonómicas se celebren en clave catalana, y cuando añade que no se justifica votar a la copia, Joaquim Nadal, cuando se puede votar al original, Jordi Pujol. Lógicamente, quien no quiera votar al original tampoco debería votar a la copia (…) A quienes pensamos que el nacionalismo es una bomba de relojería, sólo nos queda la alternativa de votar esquizofrénicamente: en las autonómicas al Partido Popular y en las generales al partido con el que nos identificamos de veras. (…) Vidal-Quadras derrochó racionalidad en dos debates televisados (…) enfrentando a un compacto bloque de interlocutores inquisitoriales, auténticos comisarios políticos con tics totalitarios. Para actuar en clave catalana me guiaré por aquellos y otros alegatos suyos, encaminados a demostrar que en el caldero de todos los nacionalismos fermenta la simiente de Caín. Motivo suficiente para votarlo. Esquizofrénicamente.
Daba a entender, en aquel artículo, que en las elecciones generales del año siguiente volvería a votar al PSOE. No fue así. Voté nuevamente al PP, cuyo candidato era José María Aznar. Charles Powell explica en España en democracia, 1975-2001 (Plaza Janés, 2001) las razones que me movieron -y movieron a la mayoría de los ciudadanos- a proceder así. Alarmado por las encuestas que pronosticaban el triunfo del PP por un margen holgado,
el PSOE realizó una campaña de inusitada agresividad, en la que se utilizaron por vez primera técnicas de "publicidad negativa", cuyo ejemplo más destacado fue un vídeo en el que la imagen de Aznar se confundía con la de un perro temible, que fue identificado por los medios como un doberman pero que luego resultaría ser un rottweiler. (…) Como ya lo hiciera en 1993, González apeló reiteradamente a la identidad y a la memoria de sus electores, evocando incluso el recuerdo de la guerra civil con un "¡No pasarán!" tan irresponsable como incompatible con la afirmación de haber "modernizado España" con la que puso fin a su campaña.
Una mayoría decisiva
Voté, repito, al PP, y he seguido haciéndolo hasta hoy. Lo he hecho sin adquirir ningún compromiso ni pedir nada a cambio. Sé que en ese partido hay corrientes internas, como en todos los otros, y que estas se manifiestan en polémicas a veces demasiado encarnizadas a las que soy ajeno… mientras sus protagonistas no se aparten demasiado del centro liberal. Me he sentido -y me siento- representado por Aznar y por Rajoy, por Vidal-Quadras y por Alberto Fernández Díaz. No habría soportado la continuidad del integrismo de Ruiz Gallardón, pero eso ya pasó. En fin, creo que, sin renunciar a mi individualidad, formo parte de esa multitud de ciudadanos que se guían por el posibilismo y el pragmatismo y conservan su independencia abominando del sectarismo.
Precisamente porque conservo mi independencia y no la he hipotecado a la lealtad con un partido, hoy se me presenta, por primera vez en mucho tiempo, un dilema. El mismo que se plantea a un alto porcentaje de indecisos. En mi caso, aun experimentando una muy alta dosis de respeto -y que quede esto claro- por la acción de gobierno del Partido Popular, tanto en el periodo de José María Aznar como en el de Mariano Rajoy, y alimentando el deseo de que sus candidatos conquisten una mayoría decisiva de sufragios, pienso que ha llegado el momento de que esa mayoría se complemente con el estímulo renovador de otro partido. Pensando, sobre todo, en Cataluña.
Cataluña está al borde del abismo y, como en aquel chiste aplicado a Franco, quienes se presentan como sus salvadores pretenden hacerle dar un gran salto adelante. Cataluña está acéfala. Los golpistas que representan a una minoría del censo electoral conspiran para amputarla de España, disputándose con obsceno exhibicionismo el reparto del botín. La propaganda de cruda matriz totalitaria oculta que la amputación irá automáticamente acompañada por la salida de Europa y de la comunidad de naciones civilizadas. Los catalanes tropezarán con fronteras por los cuatro puntos cardinales, sin documentos de identidad ni pasaportes válidos para cruzarlas ni para transportar sus productos, pero la falta de acuerdos de seguridad hará que esas mismas fronteras sean permeables para la entrada de mafiosos y terroristas. El gran salto adelante conducirá al fondo del abismo.
El interrogante del voto
Aquí es donde se plantea el interrogante del voto en Cataluña. Los clanes mal avenidos de histriones secesionistas están descartados por ser los culpables del estropicio. La especialidad del contubernio En Comú Podem, que aglutina al chavismo y los exhumados del PSUC, consiste en desquiciar todo lo que tocan saltándose las leyes, como lo está demostrando su lideresa Ada Colau en Barcelona, así que es mejor perderlos que encontrarlos. Unió puede ser un refugio para los botiguers secesionistas que se niegan a negociar con okupas. Y los náufragos desnortados del PSOE trafican un simulacro de Constitución que blinda la lengua y la educación vernáculas para formar una nueva camada de insurgentes antiespañoles. ¡Menuda indecencia, para decirlo con el término que el hooligan Pedro Sánchez utilizó para prostituir el debate con Mariano Rajoy!
Sólo quedan el Partido Popular y el estímulo renovador de Ciudadanos. Mi opción por Ciudadanos no implica que me arrepienta de haber votado durante veinte años al PP en las municipales, autonómicas, generales y europeas. Ni garantiza que no vuelva a votarlo. Pero estamos en Cataluña y opino que aquí es indispensable castigar y frenar a los engendros retrógrados del secesionismo y sus ramificaciones cainitas, antisistema y desnortadas mediante la consolidación de un nuevo partido fuerte, de matriz centrista y liberal, que sintetiza lo mejor de la Transición. Cuando Albert Rivera reivindica las figuras de Adolfo Suárez, Felipe González y José María Aznar, sin añadir discriminaciones sectarias, y cuando apela al voto de quienes apoyaron a UCD, al PSOE y al PP, me siento aludido y representado. Con el añadido de que el programa de C's se nutre de una ideología liberal y laica ceñida a la realidad social y emancipada de los lastres del dogmatismo confesional, por un lado, y del buenismo y la corrección política, por otro.
Bienvenido, pues, Ciudadanos, un partido que tiene, además, el mérito de haber nacido como antídoto contra la miserias identitarias.