Tenemos un problema, como dijo el astronauta Jack Swigert cuando comunicó a Houston, el 13 de abril de 1970, que se habían encendido varias luces de advertencia en la nave Apolo 13. Allí se trataba de las fuentes de energía. Aquí se trata de la corrupción. Sí, tenemos un problema. Y apenas se menciona este flagelo, los críticos se apresuran a recordarnos que, para evitar evasiones, los castigos se deben repartir, por partes iguales, entre los corruptos y los corruptores.
Totalmente de acuerdo. Pero ¿acaso esta operación de limpieza tiene un paladín digno de todos los méritos: el denunciante? Es a esta altura donde los escépticos congénitos desplegamos el abanico de las dudas. Dudas que conciernen a la veracidad, la motivación y los efectos de la denuncia. La historia está plagada de ejemplos de golpes de estado que se consumaron en aras de la purificación de las instituciones. Y no hay líder totalitario que no inaugurara su ciclo despótico con una diatriba, a veces justificada, y a veces no tanto, contra los vicios y abusos de la clase política. Todo lo cual invita a preguntar: ¿cuántas veces ha sido denunciado el denunciante?, ¿existen intereses ocultos detrás de su aparente afán de justicia?, ¿el castigo del corrupto denunciado implicará una alteración del equilibrio de poder a favor del colectivo al que pertenece el denunciante? En fin: ¿al denunciante lo mueve alguna obsesión sectaria de naturaleza política, o dogmática de naturaleza religiosa, que le hace ver las debilidades humanas como aberraciones acreedoras a un castigo implacable?
El primer fascista
Nos ha recordado muy oportunamente José María Ruiz Soroa (El País, 13/12/2012):
Que Robespierre y Saint Just fueron personas rectas, buenas y virtuosas es algo obvio para quien conozca mínimamente su pensamiento. Quien escribió que "en nuestro país queremos sustituir el egoísmo por la moral, el honor por la honradez, las costumbres por los principios, el amor al dinero por el amor a la gloria, y un pueblo frívolo y miserable por un pueblo magnánimo y feliz" no podía ser sino un enamorado de la virtud. (...) Ambos fueron virtuosos implacables, en palabras de Rafael del Águila, personas cuyos esfuerzos por traer el bien a la tierra llevaron al mal del Terror.
Y concluye, citando a Kant:
Cuidado, recordemos que la moral nunca puede sustituir a la política, que las buenas intenciones virtuosas engendran monstruos. Que con la virtud hay que tener mucho cuidado, porque "de una madera tan retorcida como de la que está hecho el hombre no puede tallarse nada enteramente recto".
Siempre que se pone de actualidad el tema de la corrupción y que siento la necesidad de despejar equívocos recurro a uno de mis libros de cabecera: The Unarmed Prophet. Savonarola in Florence (El profeta desarmado. Savonarola en Florencia), de Rachel Erlander, McGraw-Hill, 1988. Y cuando busco analogías entre la trayectoria de fray Girolamo Savonarola (1452-1498) y sucesos actuales no incurro en una excentricidad. En el siglo XX ya lo hicieron personajes muy disímiles, incluso antagónicos. Erlander documenta que Mussolini le consideró el primer fascista, "seguramente deslumbrado por la forma en que organizó a los niños", y desde la acera opuesta el comunista Antonio Gramsci afirmó: "Fueron la clase revolucionaria de la época, el pueblo y la nación italianos, la democracia ciudadana, los que engendraron a Savonarola". Esta coincidencia entre los dos extremos se repite cíclicamente en cualquier totum revolutum con apariencia moralizadora, hasta nuestros días.
El dominico Savonarola, que ya era famoso por sus furibundos sermones contra los ricos, entre los que incluía a las más altas jerarquías eclesiásticas, fue designado prior de la iglesia florentina de San Marcos en el año 149l. Empezó despotricando contra el papa Inocencio VIII, al que definió como "el más bochornoso de toda la historia, con el mayor número de pecados, reencarnación del mismísimo diablo". Luego embistió contra su sucesor, Alejandro VI, Rodrigo Borgia, síntesis de todas las depravaciones que denunciaba. Simultáneamente, impugnaba las injusticias del sistema fiscal, lo que le valió el mote de "predicador de los desesperados". Explicaba que los pobres vivían agobiados por los impuestos que servían para pagar los palacios y las rameras de los ricos. El verdadero destinatario de sus invectivas alegóricas contra Nabucodonosor y Nerón era Lorenzo de Médicis.
Precoces inquisidores
En Florencia, con aproximadamente 75.000 habitantes, había 33 bancos, 83 tejedurías de seda, 270 de lana, 66 boticas, 54 talleres donde se labraba la piedra, 84 donde se trabajaba la madera, 31 estudios de pintores, 26 de escultores, 44 joyeros y orfebres con tiendas en el Ponte Vecchio. Todo esto era, para Savonarola, un semillero de iniquidades. Hoy sabemos que allí germinó el Renacimiento.
Muerto Lorenzo, le sucedió su hijo Piero, derrocado poco después al grito de "¡Pueblo y Libertad!". Se formó entonces un Consejo del Pueblo y la Comuna, compuesto principalmente por tenderos y artesanos. A los pobres se les negaba el poder terrenal, afirmaba Savonarola, para evitar desórdenes. Pero los pobres continuaron siendo sus más fervientes partidarios, hasta que la guerra con el papado y los Estados vecinos provocó una situación de escasez y paro generalizado. Miles de personas murieron, muchas de ellas en la calle o en los portales de las tiendas.
Mientras Savonarola conservó su influencia sobre el poder civil, la sociedad pudo vislumbrar lo que significaba la materialización en la Tierra de una utopía que ni siquiera podrían haber soportado los santos en el cielo. Miles de fanciulli, típicos gamberros infantiles que proliferaban en Florencia, fueron reclutados para purgar el Carnaval de sus connotaciones paganas. Los precoces inquisidores (que más tarde admiraría Mussolini) despojaban a las mujeres de sus galas y afeites; iban de casa en casa confiscando "artículos lascivos", perfumes, cintas, redecillas tachonadas de perlas y joyas; y secuestraban, asimismo, naipes, dados, tableros y piezas de ajedrez de marfil y alabastro, arpas, guitarras y cuernos de caza, Cupidos de terracota y otras estatuillas "indecentes", tapices y cuadros lascivos.
La literatura estaba anatematizada. Los fanciulli arramblaban con los libros de Platón, Boccaccio, Dante y Petrarca. Savonarola había exigido a la Señoría que dictara leyes contra la poesía, el juego, la bebida, los vestidos indecorosos de las mujeres y "todas aquellas cosas que son perniciosas para la salud y el alma". Los artículos prohibidos eran incinerados periódicamente en la Plaza de la Señoría.
Sermones apocalípticos
La hoguera no devoraba sólo objetos inanimados. Savonarola arrancó al Consejo de la Comuna una ley en virtud de la cual todo homosexual que reincidiera por tercera vez en sus prácticas sería quemado en la pira. Y, como siempre ocurre, una vez que tomó el gusto a las ejecuciones por razones morales empezó a imponerlas por motivos políticos. El abanderado de los pobres sostuvo que el pueblo debería "cortar la cabeza" a cualquiera que intentase convocar un "parlamento". En 1497 cinco ciudadanos rebeldes fueron decapitados con el visto bueno de Savonarola.
Al producirse aquel episodio sangriento Savonarola ya había sido excomulgado por el papa Alejandro VI. El pretexto fue que el monje se negaba a comparecer en Roma para explicar sus presuntas conversaciones con Dios, Cristo, la Virgen y diversos santos. La causa verdadera, más prosaica, había que buscarla en sus sermones apocalípticos contra el clero en general y Alejandro VI en particular. Su sermón del 1 de noviembre de 1494 es un fiel reflejo de su oratoria incendiaria:
Oh, sacerdotes y prelados, oíd mis palabras, dejad los beneficios que en justicia no podéis tener, dejad vuestras pompas, vuestros convites y comilonas. Dejad vuestras concubinas y efebos. Oh, monjes, dejad la simonía, cuando aceptáis que las monjas vengan a vuestros conventos (...) Oh, mercaderes, dejad la usura. Oh, lujuriosos, vestid el cilicio y haced penitencia.
Cuando los enviados del Papa arrestaron a Savonarola, los mercaderes ya estaban conspirando contra él y el pueblo famélico lo había abandonado. Alejandro VI autorizó expresamente que lo sometieran a torturas para arrancarle una confesión, y fue condenado a muerte al cabo de tres juicios, en los que actuó como principal acusador el eclesiástico y jurista catalán Francesc de Remolins.
El 23 de mayo de 1498 las llamas consumieron su cuerpo en la Plaza de la Señoría, exactamente en el mismo lugar donde él había ordenado incinerar homosexuales, disidentes políticos, joyas, cosméticos, libros, obras de arte y artículos de lujo. La multitud, compuesta por muchos de los que él había halagado y de los que habían obedecido sus órdenes más mortíferas, disfrutó del espectáculo.
Las montañas de cadáveres, incluidos los propios, que dejaron tras de sí los Savonarola, los Saint Just, los Robespierre y otros insurgentes que transitaron por la historia envueltos en la bandera de la virtud son las que me inducen a tomar con pinzas el discurso de los redentores y a depositar mi confianza en los mecanismos de la justicia, por cierto cargados de imperfecciones humanas, antes que en la retórica farisaica de los salvapatrias. Vade retro, Savonarola! Vade retro, Garzón!