No hace falta estar especialmente bien informado para saber que Mahmud Ahmadineyad, presidente de la República Islámica de Irán, es un consumado antisemita. Y no es cuestión de pareceres sino de hechos. Desde que llegó al poder hace casi cuatro años Ahmadineyad ha emprendido una delirante campaña internacional contra Israel. Se ha pronunciado de mil maneras negativas contra la única democracia de Oriente Medio y ha negado el Holocausto en numerosas ocasiones. La osadía de este islamista confeso, antiguo alcalde de Teherán, ha llegado hasta tal extremo que hace unos años se mostró partidario de borrar físicamente a Israel del mapa.
Tales son sus credenciales y nadie a estas alturas puede llevarse a engaño con él. Nadie a excepción de la ONU de Ban Ki-moon que, siguiendo la estela de Kofi Annan, su predecesor en el cargo, pone a su disposición la tribuna de Naciones Unidas a cualquiera. Lo hace, además, en la conferencia sobre el racismo, cargada de simbolismo pero totalmente improductiva, tanto la que se celebró en Durban en 2002 como la que está teniendo lugar ahora en Ginebra. Ban Ki-Moon, un secretario general cuyo primer objetivo al acceder al cargo fue limpiar y adecentar la Secretaría General de la ONU no debería cometer errores de este calibre, y más cuando las Naciones Unidas padecen una severa crisis de legitimidad desde hace más una década.
Los festivales de odio contra Israel y contra occidente patrocinados por la ONU son muy del gusto de tiranías como la iraní, que lavan en ellos los desmanes cometidos en casa. Escudándose tras el conflicto palestino, Ahmadineyad y otros de su calaña hacen comulgar al resto del mundo con las ruedas de molino de la intransigencia y el racismo más genuino. Lo peor, con todo, no es eso –a lo que, por desgracia, ya nos hemos acostumbrado–, sino los agradecidos oídos que le prestan los diplomáticos de los países occidentales, incluidos los españoles. Tal vez sea por complejo o, simplemente, por no molestar, pero el hecho es innegable y no debería ser así, máxime cuando caben pocas sorpresas sobre el contenido de los discursos de ciertos "líderes" del mundo islámico.
Es chocante, por tanto, que España y un puñado de países europeos haya asistido a la conferencia de Ahmadineyad sabiendo de antemano en torno a qué iba a girar su intervención. Democracias de primera fila como Alemania, Italia, Holanda o los Estados Unidos no han tragado esta vez y han preferido quedarse fuera a la espera de un acontecimiento que, inevitablemente, ha terminado por producirse. ¿Por qué no España? ¿Acaso la Alianza de Civilizaciones propugnada por nuestro presidente consiste en eso, en tolerar lo intolerable con tal de quedar bien? No estaría de más una explicación del ministro de Exteriores y una condena en firme de las palabras del presidente iraní. Eso por lo pronto, para sortear la vergüenza de tener a nuestro embajador escuchando la soflama antisemita de Ahmadineyad. Para futuras ocasiones, que se presentarán, Exteriores debe poner todos los medios, incluyendo quedar mal, para evitar que España forme parte de semejante espectáculo.