Que España siga contando a día de hoy con casi 60.000 empleados públicos más que al comienzo de la crisis (finales de 2007), cuando la economía nacional experimentaba los últimos coletazos de la ingente burbuja inmobiliaria, es una señal inequívoca de la irresponsabilidad política imperante. Lejos de ajustar sus cuentas recortando gastos totalmente innecesarios y superfluos, las distintas Administraciones, con las comunidades autónomas a la cabeza, aprovecharon la crisis para engordar sus ya abultadas plantillas de trabajadores, a costa, como siempre, del sufrido bolsillo del contribuyente. El número de empleados públicos creció en cerca de 350.000 entre el cuarto trimestre de 2007 y el tercero de 2011, momento en que se registró el máximo histórico de 3,22 millones de trabajadores a cuenta del Erario.
La necesaria austeridad que tenía que haberse aplicado nada más estallar la crisis tan sólo ha comenzado a atisbarse ahora, cinco años después. En los últimos trimestres se ha comenzado a corregir este despropósito, con el despido de 230.000 trabajadores en el sector público, pero aún queda mucho camino por recorrer para contar con un volumen de empleados públicos sensato, racional y soportable. Ahora bien, siguen sobrando cientos de miles de empleados públicos, que siguen siendo sostenidos por un sector privado ya de por sí asfixiado como consecuencia de la crisis.
Más allá del factor numérico, urge acometer una profunda reforma de la estructura estatal y, por ende, de la función pública. Someter el elefantiásico Estado español a una severa cura de adelgazamiento y hacerlo más dinámico, eficiente y flexible.
Por desgracia, las promesas del Gobierno de Mariano Rajoy en esta materia siguen siendo eso, meras promesas. Muy atrás ha quedado su compromiso de reducir sustancialmente el inaudito número de empresas públicas que soportamos (más de 4.000) a base de fusiones, privatizaciones y cierres. Los avances han sido prácticamente inapreciables, como tampoco se ha avanzado sustancialmente en la eliminación de duplicidades y la reordenación de la estructura administrativa con el fin de ahorrar costes. El Gobierno parece contentarse con la creación de una comisión para estudiar cómo abordar este problema mediante una auditoría del sector público, cuyas conclusiones no se conocerán hasta dentro de ocho meses. Sorprende, sin duda, la lentitud con la que Rajoy afronta las graves deficiencias de nuestra anquilosada y sobredimensionada Administración.
Por otro lado, es crucial plantear cambios estructurales en el régimen de la función pública, para mejorar la productividad de los empleados y el funcionamiento de las instituciones. El 55% de los trabajadores públicos goza de estatus funcionarial y tiene garantizado el puesto de por vida, lo cual contrasta con el modelo vigente en la mayoría de los países europeos, donde puede rescindirse el contrato de un funcionario por diversas causas, relacionadas, por ejemplo, con la baja productividad, con la coyuntura económica o con desarreglos estructurales. El empleo vitalicio debería ser algo exclusivo para quienes desempeñen puestos de muy alta cualificación o funciones básicas, como jueces, inspectores, interventores, diplomáticos o miembros de las Fuerzas de Seguridad del Estado. Por cierto, estos funcionarios deberían ver sus remuneraciones ajustadas a niveles de mercado; se habría de premiar a los más eficientes y preparados y, por tanto, eliminar las subidas automáticas en función de la mera antigüedad.
En definitiva: son muchas las tareas pendientes en este campo, y, por lo que parece, escasa la voluntad del Gobierno para acometerlas.