La Constitución especifica que nuestro país es aconfesional, es decir, no existe ninguna religión de estado, pero se cuida muy mucho de establecer de definir España como un Estado laico. Es decir, se optó por el modelo alemán de relación con las distintas iglesias y confesiones, dejando a un lado esa idea francesa de laicidad entendida como expulsión de lo religioso del ámbito público. Además, al consignar que el Estado deberá cooperar con las distintas confesiones, se destacó de entre ellas la Iglesia Católica, reconociendo así su especial implantación en nuestro país.
De este modo, la Constitución de 1978 evitó el error cometido en la Segunda República, un régimen de signo claramente antirreligioso que no tuvo en cuenta las creencias de la mayor parte de su población, y que fue de hecho activamente hostil a las mismas. La libertad religiosa fue una de las principales reivindicaciones de las revoluciones liberales, pero en ellas no se pretendía establecer ningún "muro de separación" que impidiese cualquier manifestación religiosa, fuese del tipo que fuese, dentro del ámbito del Estado. Para eso tuvieron que llegar otras revoluciones y otros gobernantes que de liberales, poco.
En España tanto la Constitución como el sentido común dejaron claro cuál debería ser la relación entre el ámbito público y la Iglesia católica. Se establecieron unas subvenciones como compensación del expolio que supuso la desamortización, y que quizá sean el punto más espinoso de las actuales relaciones entre Iglesia y Estado. Los sucesivos gobiernos y parlamentos han hecho y siguen haciendo leyes contrarias a la moral católica si así lo estiman conveniente, y los obispos y sacerdotes expresan su opinión sobre ellas y sobre otros asuntos públicos. Perviven asimismo numerosos símbolos de nuestra tradición católica, desde las procesiones a las fiestas del calendario, por más que muchos no los miren desde una óptica religiosa sino como una expresión de las costumbres de nuestro país.
El problema es que para el socialismo una religión como la católica es uno de los principales rivales en su objetivo de aislar al individuo y hacerlo dependiente de un Estado omnímodo. La Iglesia es, además, una presencia especialmente incómoda por cuanto no deja de recordar que no todo vale y que no todas las acciones son igualmente respetables desde un punto de vista moral. De ahí que Zapatero y su cohorte de cerebros progresistas no hayan parado desde que llegaron al Gobierno en su empeño de limpiar de "impurezas cristianas" el Estado español.
El último paso en este camino ha sido la absurda decisión de Carme Chacón de prohibir a los militares españoles rendir honores a diversas imágenes religiosas, una antigua costumbre que era respetada incluso por el Reglamento vigente hasta este año, que data de 1984, un año en el que, no está de más recordarlo, gobernaba el socialista Felipe González.
¿Qué más le da al Gobierno que los legionarios rindan honores al Cristo de la Buena Muerte de Málaga? ¿O que los militares de la Academia de Infantería de Toledo puedan rendir honores en la procesión del Corpus? Si se guiara por el sentido común, nada. ¿Acaso son legionarios los furiosos laicistas progres, o acuden éstos en masa a las procesiones? Pero el afán anticatólico del Gobierno se demuestra precisamente en casos así, prohibiendo manifestaciones religiosas contra las que nadie protesta, porque a nadie hacen daño, y mucho menos a los militares que participan en ellas con orgullo. El verdadero proyecto de gobierno de Zapatero no es económico, sino social, y en él la desaparición de toda tradición católica juega un papel esencial. Y por eso el Ejército deberá rendir honores a Ban Ki-Moon y no al Cristo de Mena.