La Puerta del Sol de Madrid vivió ayer otro episodio de fervorín republicano, instigado por las habituales formaciones de izquierda que suele encabezar IU. Partidos ecologistas y excipientes del llamado Movimiento 15-M, se sumaron alegremente al acto callejero con el que sus asistentes pretenden acabar con la actual monarquía parlamentaria e instaurar una nueva república previo referéndum sobre la forma del Estado. El acto de ayer, tan minoritario como todos los que hemos vivido desde que el Rey anunció su intención de abdicar, no fue de ninguna manera la reclamación responsable de unas libertades supuestamente vulneradas por el régimen monárquico, sino una arremetida más de las fuerzas de la izquierda radical para convertir su ideología totalitaria en un régimen hegemónico a imagen y semejanza de la II República.
La presencia masiva de la enseña de la II República en estas manifestaciones convocadas por la izquierda no es algo gratuito ni meramente casual. Al contrario, los dirigentes e instigadores de estas algaradas reclaman como propio el legado de sus antecesores al frente de la última experiencia republicana, cuyo sectarismo sin tasa y su notable ausencia de convicciones democráticas la hicieron fracasar estrepitosamente hasta desembocar en una cruenta Guerra Civil. Se equivocan gravemente quienes piensan que la actual ofensiva, minoritaria en el número y extravagante en sus formas, se reduce a un cuestionamiento legítimo de la forma del Estado. Lo que se está poniendo en tela de juicio es el régimen de libertades de nuestro régimen constitucional, cuya propia esencia actúa de valladar contra las tentativas totalitarias de estos grupos radicalizados en los que, para desgracia de todos los españoles, participa también una parte importante del PSOE.
Nuestra actual monarquía parlamentaria legitima el ejercicio de las libertades políticas y los derechos individuales, cuya garantía reside en las instituciones de nuestro Estado de Derecho. Los grupos que piden su desmantelamiento sólo utilizan la dialéctica monarquía/república como una argucia instrumental para alcanzar sus fines que, como se puede apreciar a poco que se preste atención a sus proclamas, responden a la vocación totalitaria que una gran parte de la izquierda española lleva en su ADN político como principal seña de identidad.
Precisamente por todo ello la coronación de Felipe VI trasciende la mera sucesión al trono de España. La significación del acto y la tesitura política actual, en plena embestida de los enemigos de la libertad y de la Nación española (imposible lo uno sin lo otro) deberían ser motivo más que suficiente para que el traspaso de poderes al frente de la Jefatura del Estado se haga con la máxima ceremonia y visibilidad.
España ha encontrado en la fórmula monárquica la garantía de su estabilidad, como ocurre en muchos otros países europeos de honda tradición democrática, y no tiene de qué avergonzarse a pesar de lo que digan los que disfrazan sus aspiraciones totalitarias con la presunta defensa de una forma determinada del Estado. Ni el futuro Felipe VI tiene por qué esconderse ni el pueblo español pedir disculpas a los que han hecho de la unidad de la Nación y la libertad de sus ciudadanos sus principales enemigos a batir. Ahora toca demostrar que las instituciones españolas también lo creen así.