Si ha habido dos grandes tendencias en estas elecciones europeas han sido, por un lado, que los electores han castigado a sus gobiernos y, por otro, que el grupo socialista se ha hundido. En Alemania, ha preponderado la primera de esas tendencias –el partido de Angela Merkel ha perdido siete eurodiputados–, en Francia la segunda –los socialistas han perdido 17 eurodiputados– y en Reino Unido, con un mayúsculo descalabro de Brown, ambas.
En España, sin embargo, ninguna de esas dos tendencias se ha impuesto. El partido en el Gobierno, que a la sazón es socialista, no ha salido derrotado en las elecciones con la claridad y contundencia que exigían los peores indicadores económicos de Europa (la cifra de cuatro millones de parados no necesita de más explicaciones). Apenas ha perdido tres eurodiputados con respecto a 2004. Una nimiedad que se diluye en unas cifras de abstención de más del 50% del electorado. Sería un enorme error creer que estos resultados son de alguna manera extrapolables a los de unas generales donde, para empezar, suelen acudir a las urnas unos siete millones de personas más y donde, como lo atestigua la historia de España, la izquierda no duda en perdonar todos los disparates cometidos por su partido con tal de que no gobierne la derecha.
Sin embargo, y como cabía esperar, Mariano Rajoy no ha vacilado a la hora de atribuirse personalmente el raquítico éxito electoral y de considerar que de este modo se refrenda la errática estrategia del partido adoptada en el Congreso de Valencia. Rajoy ha pretendido transformar tras los resultados estas europeas en las primarias que se niega a realizar dentro de su partido y ha zanjado cualquier polémica sobre su liderazgo, ideología y estilo de oposición.
Algo bastante discutible –aunque en todo caso inevitable– no sólo por la escasa trascendencia del estrecho margen de la victoria en un contexto de bajísima participación, sino porque, por más que parezca olvidarlo el gallego, el candidato a las europeas no era él ni nadie de su entorno más próximo, sino un miembro de la "vieja guardia" como Jaime Mayor Oreja.
El candidato popular a las europeas no ha renegado de su pasado durante la campaña electoral, ni siquiera ha intentado ocultarlo para evitar que la gente lo asociara con Aznar. Más bien al contrario, Jaime Mayor ha reivindicado en todo momento y de manera constante la herencia de los gobiernos de su partido. Ahí queda para el recuerdo la foto del primer Gabinete popular como acto de apoyo a su entonces ministro del Interior. Mayor Oreja ha defendido sin complejos la unidad de España, la libertad lingüística, la necesidad de combatir políticamente al nacionalismo y su rechazo radical a la nueva ley del aborto; temas cuyo debate, salvo excepciones puntuales, la nueva dirección del PP ha optado por eludir o librar con un perfil bajo.
Tanto representaba Mayor Oreja al PP de Aznar que los socialistas basaron toda su campaña –ya fueran carteles electorales, mítines o debates televisivos– en recordarle que formaba parte del "pasado". Por lo visto, el único que no se ha dado cuenta –o no se ha querido dar cuenta– de esta importante circunstancia ha sido el actual líder de los populares.
El problema es que si Rajoy se atribuye las europeas como un éxito personal y de su estrategia política –en lugar de considerarlo como expresión muy debilitada de una tendencia generalizada en Europa– no sentirá la necesidad de cambiar nada dentro del PP. Y si nada cambia dentro del PP, nada cambiará en el Gobierno de España dentro de tres años. Los socialistas lo saben y no parecen muy disgustados por el resultado de los comicios: saborean una dulce victoria de Rajoy que bien podría convertirse en 2012 en su tercera amarga derrota.