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EDITORIAL

Si llaman a las seis, es Rubalcaba

Por muy graves que pudieran ser los delitos cometidos por Ripoll, a buen seguro no lo serán más que esta detención ilegal. Se vuelve imprescindible depurar responsabilidades dentro del cuerpo policial y del Ministerio del Interior.

Las medidas cautelares de tipo penal, en la medida en que implican una restricción de la libertad y una lesión de los derechos individuales, deberían emplearse sólo para tratar de asegurar el normal desarrollo del proceso penal. De ahí que en nuestro ordenamiento, sólo cuando exista alguno de los riesgo tasados por la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim) se pueda adoptar alguna de estas extremas medidas, entre las que se encuentra la detención.

Ésta consiste en una privación temporal de la libertad cuyo uso, en consecuencia, debe estar completamente justificado en un estado de derecho. La LECrim establece unos supuestos bastante restrictivos (en sus artículos 489-492) que básicamente se dirigen contra la comisión o expectativa de comisión de un delito; la existencia de riesgo de fuga; los procesados por delitos graves; o el presunto delincuente que se espera que no compadezca cuando sea llamado por la Autoridad Judicial.

En Libertad Digital no hemos puesto ni pondremos la mano en el fuego por ningún político. Como ya hemos repetido en numerosas ocasiones, tenemos siempre presente la máxima de Lord Acton de que el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. En nuestro país, las instituciones políticas, en todos los niveles, llevan acaparando más poder del que cualquier Estado liberal puede tolerar y, mientras ello siga así, no podremos sino temer que los casos de corrupción se reproduzcan por todas partes.

Sin embargo, y al margen de este caveat, parece evidente que el presidente de la Diputación de Alicante, Juan José Ripoll, no se encontraba en ninguno de los supuestos tasados en la LECrim que justifican la detención: ni estaba cometiendo delito alguno ni había expectativa de que fuera a perpetrarlo de inmediato, ni ha sido procesado, ni cabía esperar que se fugara o que no compareciera en una eventual citación judicial.

Es más, el artículo 520 de la LECrim reza con igual rotundidad que la detención deberá "practicarse en la forma que menos perjudique al detenido o preso en su persona, reputación y patrimonio". Es decir, la detención no es un instrumento para denigrar y humillar al detenido, que, no lo olvidemos, no sólo goza de la presunción de inocencia, sino que en ciertos casos –como el de Ripoll–, ni siquiera ha sido procesado, es decir, el juez ni siquiera aprecia la existencia de indicios de delito. La detención, en un estado de derecho, sólo tiene como finalidad poner al presunto delincuente a disposición judicial en contra de su voluntad. Por ello no es de recibo que se monte un circo policial y mediático en torno a una detención, como ha sucedido con Ripoll –para cuya detención se emplearon seis camiones de policía y ocho agentes– o como ya sucediera con los militantes del PP esposados en el caso Palma Arena.

Pero, por si fuera poco que la Policía incumpliera el fondo y la forma legales en la detención de Ripoll, finalmente hemos sabido que el juez ni la ordenó ni ha terminado imputando al presidente de la diputación alicantina. La orden de detención, contraria a la LECrim, provino de la Policía, cuyo superior jerárquico último, como no debería ser necesario recordar a estas alturas, es el ministro más oscuro del actual Gobierno, Alfredo Pérez Rubalcaba.

Por muy graves que pudieran ser los delitos cometidos por Ripoll, a buen seguro no lo serán más que esta detención ilegal. Se vuelve imprescindible depurar responsabilidades dentro del cuerpo policial y si, como resulta previsible, una detención política de tal calibre no puede haberse llevado a cabo sin el visto bueno de Rubalcaba, éste deberá dimitir de inmediato. No es que sea ni el primero ni el más imperativo de los motivos que nos ofrece el ministro para que exijamos su cese; al fin y al cabo, el que fuera el portavoz del Gobierno que negó la existencia de los GAL acumula en su historial el siniestro mérito de haber convertido a España en un Estado policial. Razones sobran para que, como mínimo, se retire de la política. Pero aún así, no está de más denunciar todos los nuevos atropellos que perpetre.

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