La primera gran entrevista televisiva de Mariano Rajoy como presidente deja un sabor agridulce. En primer lugar, porque es obvio que no tiene una oratoria que entusiasme y nunca ha conseguido generar excesiva empatía ni transmitir dotes de liderazgo a través de las cámaras. Pero, más allá de los problemas de comunicación que padecen él y su Gobierno, que el propio Rajoy ha reconocido en un par de ocasiones durante la entrevista, lo que genera cierto escepticismo es la enorme distancia que cualquiera puede ver entre el discurso que mantiene el presidente y la realidad de su gestión.
Así, si ha habido una idea que Rajoy se ha esforzado en hacer llegar a los televidentes es que "no se puede gastar más de lo que uno tiene", frase que con ligeras variaciones ha repetido en numerosas ocasiones. Pero después de decirlo no menos de una docena de veces ha admitido que, incluso en el caso de cumplir con el límite de déficit pactado con Bruselas, el Estado gastará este año 45.000 millones de euros más de lo que ingrese. Del mismo modo, ha asegurado en un par de ocasiones que bajará el IVA y el IRPF "en cuanto pueda", pero ha anunciado subidas en impuestos verdes y penalizaciones a las plusvalías en 2013. De nuevo, una contradicción difícil de comprender; pero éste parece ser el signo de un partido que reclamó votos del centroderecha, los obtuvo arrolladoramente y, una vez en el poder, viene practicando una política que en muchos aspectos sólo puede considerarse como propia de la socialdemocracia más ramplona.
Capítulo aparte merecen las explicaciones, por llamarlas de alguna forma, que Rajoy ha dado sobre el caso Bolinaga y el lamentable comportamiento de su Gobierno en este asunto. También aquí encontramos esa distancia entre lo que el presidente afirma y lo que finalmente lleva a la práctica. En primer lugar, cuando dice que no haber aceptado un "chantaje de ETA" que es obvio le ha salido muy bien a la banda terrorista. En segundo lugar, y todavía más grave, cuando, como ya han hecho en repetidas ocasiones miembros de su Gobierno o de su partido, pone como excusa de una decisión política –la concesión del tercer grado al asesino– una ley que no obligaba a dar ese paso, sino que simplemente permitía darlo. Y es que, por mucho que traten de convencernos de lo contrario, no es lo mismo poder hacer algo que tener la obligación ineludible de hacerlo.
Lo peor ha sido la tercera razón en la que Rajoy se ha apoyado para justificar la medida: el peso del criminal, que según algunas informaciones periodísticas habría bajado ya de los 50 kilos. Lo grotesco es que esas informaciones han aparecido este lunes y en ningún modo pueden explicar o excusar una decisión tomada y hecha pública hace semanas.
Ni en lo político ni el lo económico Rajoy dice toda la verdad; pero es que, además, sus decisiones también parecen desmentir sus palabras. Más allá del evidente coste electoral que esto puede acarrear al propio presidente y a su partido, lo malo es que, de seguir en esa línea, será imposible que aquél ejerza el liderazgo y transmita a los españoles la convicción y la firmeza que necesitan ver en sus líderes para superar el complicado momento que está atravesando el país.