Desde que el célebre "café para todos" inspirara la redacción de la Constitución y de los distintos estatutos de autonomía, la vertebración nacional de nuestro país ha consistido en una continua búsqueda del encaje de las "sensibilidades nacionalistas" dentro de España a través de una cesión permanente ante sus reivindicaciones. Se creía, de manera tremendamente ingenua, que si se satisfacían sus exigencias de mayor autogobierno, su insaciable apetito podría contentarse y todos, en última instancia, compartiríamos una cierta idea de España en torno a la cual convivir.
Sin embargo, tras 30 años de democracia, el error no ha podido mostrarse mayor. Desde luego, resultaba absurdo pensar que diluyendo la idea de España hasta volverla irreconocible se conseguiría agrupar a todos los ciudadanos y políticos en torno a ella. Pero el disparate convenció a unos mandatarios siempre dispuestos a traficar con los escaños del Congreso a cambio de seguir desmembrando lo que quedaba de España.
Pocos políticos, por no decir ninguno, se libraron de esta tentación de desarmar la nación a cambio de conservar el poder sobre sus escombros. El último, y probablemente el más escandaloso, ha sido José Luis Rodríguez Zapatero, quien desde un principio prometió a la casta política catalana otorgarle el estatuto de autonomía que aprobara el parlamento catalán, por muy abiertamente inconstitucional que éste fuera. Más tarde, atascadas las negociaciones en Cataluña, fue Zapatero quien se tomó la norma como un proyecto personal a impulsar de la mano de Artur Mas.
Una vez aprobado en las Cortes españolas un texto estatutario que socavaba la Constitución de la que éstas obtenían la legitimidad para aprobarlo, Zapatero se dedicó a presionar al Tribunal Constitucional para que simplemente cerrara sus ojos a la realidad y declarara conforme con nuestra Carta Magna la mayor parte del Estatut. Pero ni semejante concesión ha servido para contentar a la plutocracia nacionalista de Cataluña que, después de la manifestación del pasado sábado contra el Estado de Derecho, se dedicó el miércoles a exigir a Zapatero una ley orgánica para subvertir la sentencia del Constitucional y ayer viernes aprobó en el Parlamento catalán una resolución contra la soberanía nacional de los españoles y, por ende, contra las instituciones democráticas.
La respuesta del PSOE a esta escalada en el desafío no es que haya sido timorata, sino que en todo momento ha tratado de legitimarla e impulsarla. Zapatero, de este modo, vuelve a situarse deliberadamente fuera de la Constitución; motivo más que suficiente para que, si tuviéramos una democracia que se respeta a sí misma y que, sobre todo, respeta a los ciudadanos, se instara y aprobara de inmediato una moción de censura que lo apartara del poder.
Debería ser el PP quien, al margen de la gravísima crisis económica, liderara esta iniciativa, así como la oposición frontal a las amenazas soberanistas de Cataluña, en la que no debería rechazarse ninguna opción, incluyendo el recurso al artículo 155 de la Constitución. Sin embargo, como en tantos otros asuntos, en buena medida el PP no es parte de la solución, sino del problema. Después de la loable iniciativa de promover la inconstitucionalidad del Estatut recabando millones de firmas entre los españoles, el PP ha eliminado de su discurso la denuncia de la flagrante incompatibilidad del texto con las instituciones democráticas. Parece que Rajoy, al igual que hiciera Zapatero, busca llegar a La Moncloa –o a lo que quede de ella– a hombros del nacionalismo catalán y ello implica pagar ciertos peajes demasiado onerosos para el conjunto de los españoles.
Nuestra democracia no resistirá mucho más el proceso de balcanización que los nacionalistas llevan impulsando desde hace tres décadas. Fracasada la ingenua vía de la pacificación del independentismo, parece que, si queremos conservar nuestras instituciones y nuestras libertades, ha llegado el momento de reestructurar el estado de las autonomías, blindándolo de la extorsión sistemática a la que lo someten los secesionistas y oportunistas de todos los partidos. El problema es que ni el PP ni el PSOE parecen ni dipuestos ni capacitados para hacerlo.