El madrileño Pedro Sánchez se ha convertido en el nuevo secretario general del PSOE, tras imponerse en las elecciones internas celebradas este domingo a los otros dos aspirantes, el vasco Eduardo Madina y el andaluz José Antonio Pérez Tapias. Sánchez ha obtenido casi la mitad de los votos depositados en las urnas por los militantes socialistas (49%), lo que le ha permitido imponerse con claridad a Madina (36%) y a Pérez Tapias (15%).
Si Sánchez ha obtenido una victoria tan holgada se debe al espectacular resultado que ha cosechado en Andalucía, sin parangón con los registrados en los demás territorios: en el feudo de Susana Díaz, el candidato preferido por ésta ha sacado casi 40 puntos de ventaja a su principal rival (Madina) y más de 45 al candidato local (Pérez Tapias), lo que convierte su victoria en una suerte de hipoteca que su patrona, la propia presidenta andaluza, querrá pasarle al cobro cuando lo crea más conveniente a sus intereses.
Es harto probable que Susana Díaz se considere la gran triunfadora de esta jornada electoral, no en vano le ha confirmado como la figura emergente del partido socialista. Pero haría bien en reparar en su propia trayectoria para moderar el entusiasmo: también ella se encaramó al poder por obra y gracia de unos padrinos (Griñán y Chaves) que ciertamente no parece dirijan sus pasos ahora. También Zapatero parecía una marioneta, antes de que la historia (del PSOE y de España) fuera muy otra. La lucha por el auténtico poder en el PSOE, pues, no está ni mucho menos decidida. Habrá que ver cómo se desarrollan los acontecimientos.
Por lo que hace al propio Sánchez, poco se puede decir, pues ni había hecho mérito alguno para que se reparara en él antes de este proceso electoral ni de lo que ha dicho después pueden extraerse conclusiones fiables, habida cuenta de que a todas luces se ha abandonado al oportunismo electoralista. Quizá lo mejor de él sea que no es Madina, con su rancio sectarismo, ni el caduco Pérez Tapias.
Pero esto, por supuesto, no es suficiente. Sánchez tiene ante sí desafíos formidables. Para empezar, debe demostrar que tiene entidad propia y que no está ahí como mera figura transitoria antes del advenimiento de Susana Díaz, lo que aparte de una humillación para él sería una traición a las bases del partido, que lo han elegido a él, no a ella, para que se haga con las riendas de la formación. Una formación que precisa una transformación radical, que difícilmente podría venir de la persona que dirige la autonomía más sacudida por la corrupción, el caciquismo y la regresión socioeconómica.
Asimismo, debe encarar el problema catalán, que en el PSOE es un problema doble: el que supone el comatoso y caótico PSC, con su relación estupefaciente con el nacionalismo, y el que tiene por eje el propio proceso de secesión puesto en marcha por las sediciosas autoridades autonómicas, que no dejan de tentar a los socialistas para que se sumen a sus demenciales e ilegales planes. Ya se acabó la campaña y ahora Sánchez ha de retratarse. ¿Tendrá valor? ¿Querrá? Quizá ni siquiera pueda, por razones de indefinición o incompetencia. Habrá que ver.
Por último pero no en último lugar, está el fenómeno Podemos. Que no parece una nube pasajera sino, más bien, un vendaval que puede dejar al centenario PSOE completamente desarbolado. ¿Cómo manejará Sánchez esta cuestión? ¿Apostará por hacer frente a los nuevos bárbaros de la ultraizquierda, con sus abominables referentes bolivarianos, sepultureros de la democracia y la libertad, siguiendo para ello la senda de un Valls (Francia) o un Schulz (Alemania), o claudicará de una u otra manera ante las huestes prestas a ser hordas de Pablo Iglesias? Ahí estará en juego su carrera y, probablemente, la mera superviviencia de su partido.