Hay a quien Paracuellos le puede parecer un asunto menor dentro de la historia de las grandes matanzas de la humanidad. Y, sin duda, cuando se tienen mente horrores como los de Auschwitz es normal que otras atrocidades queden, hasta cierto punto, diluidas. Pero hay que recordar que fueron unos crímenes que no tenían precedentes en España, por su volumen y arbitrariedad, así como por los móviles ideológicos de quienes los cometieron, y que sirvieron de campo de pruebas para otras barbaridades semejantes, como las de Katyn.
Es evidente que Santiago Carrillo no fue el único responsable de aquellos asesinatos en masa. También son culpables los hombres que los llevaron físicamente a cabo y los soviéticos que los ordenaron, así como Margarita Nelken, que precedió a Carrillo al frente de Orden Público. Pero ha sido el dirigente comunista el único de ellos con responsabilidades políticas y presencia pública en nuestra democracia. De ahí que se haya convertido en un símbolo de la represión en la zona roja o republicana, y que se hayan sucedido unos intentos de exculparle que, mirados con lógica, resultarían casi cómicos. Porque reconocer su culpabilidad sería admitir que los asesinatos cometidos en Paracuellos no fueron obra de unos pocos incontrolados, algo que, dada la importancia de las matanzas y el carácter simbólico de uno de sus máximos responsables, obligaría a enterrar esa ridícula dicotomía que clasifica los crímenes del bando nacional como algo estudiado y ordenado desde las más altas autoridades y los crímenes del bando republicano como algo espontáneo que los dirigentes no pudieron controlar.
Carrillo hace lo que puede para defenderse, pero resulta casi imposible no sólo que convenza a quienes no le creen –especialmente cuando hay testimonios como el de Carlos Semprún Maura, que recuerda que el dirigente comunista reconoció su responsabilidad off the record en el exilio–, sino lograr mantener la credulidad de quienes necesitan seguir convencidos de su inocencia para mantener la ilusión de que la guerra civil fue una contienda entre buenos y malos. Ya en una entrevista realizada de rodillas en El País hace tres años reconoció que Paracuellos "fue una desgracia tremenda, pero en tiempos de guerra hubiera sido mucho peor que se hubieran unido al ejército que estaba atacando Madrid" y hoy insiste en argumentos exculpatorios que, dado lo alejados que están de la realidad conocida, resultan insostenibles.
Así, Carrillo resume las matanzas en que un convoy de prisioneros militares que estaban siendo trasladados fue "asaltado" por "grupos incontrolados que abundaban en los alrededores de Madrid". El problema es que la mayor parte de las víctimas de los crímenes de Paracuellos no eran militares y fueron trasladados y asesinados en varias sacas durante distintos días.
Nadie en aquel entonces dudó de la responsabilidad de Carrillo en la masacre, ni los soviéticos favorables a ella ni los miembros del Gobierno republicano que mostraron algún escrúpulo. Ni nadie lo dudaría en la actualidad si no fuera porque, claro, los crímenes fueron ordenados y ejecutados por el bando que hoy nos intentan pintar de colores angelicales. Si Santiago Carrillo no fuera comunista sino de extrema derecha y las víctimas hubieran caído por disparos hechos por fusiles del bando nacional, no sería necesario tener que volver a repetir lo que sucedió en noviembre de 1936 una y otra vez, porque serían justamente recordados como la atrocidad que fueron y sus responsables reconocidos como tales.
Pero tenemos la desgracia de la izquierda española funda su legitimidad moral en un cuento de hadas que en nada se corresponde con lo que sucedió en la guerra civil, una contienda en la que ningún bando es inocente de haber cometido monumentales tropelías. Y mientras sigan basando su superioridad moral sobre la derecha en esa mentira, no podrá estudiarse ese periodo negro de nuestra historia de manera racional y desapasionada.