No es que en España haya muchas restricciones a la hora de convocar manifestaciones. Basta con comunicarlo con al menos diez días de antelación; incluso si se justifica bien puede hacerse con menos plazo. La delegación del Gobierno correspondiente sólo puede modificar el recorrido o impedir el acto con causas justificadas y rara vez lo hace: incluso permitieron a los antipapa salir a insultar a los católicos en pleno centro de Madrid cuando la ciudad rebosaba de peregrinos. Sin embargo, la organización de la manifestación de indignados de este sábado ha optado por no seguir el trámite legal y no ha comunicado la convocatoria.
La regulación del derecho de manifestación tiene una causa lógica: nuestras calles y plazas son propiedad pública, y tienen varios usos incompatibles entre sí. Poder circular por ellas es su utilidad principal, de ahí que cuando se emplea para poner un comercio, una terraza o protestar en masa por la razón que sea se deba tener una autorización expresa. Se puede discutir si la ley es buena o mala, aunque aún está inédita qué alternativa propondrían los indignados, aparte de la ley del embudo. Pero mientras esté vigente, hay que cumplirla: por eso Francisco José Alcaraz tuvo que pedir a los asistentes a la concentración del pasado noviembre que no se excedieran de los límites de la plaza de Colón ante el temor de tener que enfrentarse a una multa que Voces contra el Terrorismo no hubiera podido pagar.
No parece que los manifestantes de este sábado vayan a tener ese problema. Ya han organizado ocho columnas para ocupar media ciudad hasta su unión en una marcha que irá de Cibeles a la Puerta del Sol. No sólo la manifestación principal sino también sus afluentes requieren de la perceptiva comunicación. Los organizadores, siguiendo la costumbre que han mantenido desde el 16 de marzo, han decidido optar por la vía de la ocupación ilegal e ilegítima de las calles.
Sócrates bebió la cicuta a sabiendas de lo injusto de su condena porque consideraba que ninguna república podría sobrevivir si no se respetaba la ley. No es un sacrificio que se pueda exigir a la Delegación del Gobierno, pero tampoco hace falta llegar a tanto. De hecho, bastaría con que la delegada hiciera el trabajo por el que se le paga, que no es otro que hacer respetar la legislación vigente. Desgraciadamente, no parece que vaya a impedir la manifestación o, al menos, poner frente a la Justicia a los convocantes. Esperemos que impida que el final en Sol acabe con una nueva acampada, que sin duda. Pero no cabe tener ninguna esperanza en que el Gobierno del PSOE haga respetar la ley si no le conviene políticamente.
En cuanto a los indignados y quienes los apoyan, deberían reflexionar sobre por qué este movimiento opta por la ilegalidad de forma vocacional, prefiriendo ese camino incluso cuando no es necesario para sus fines. Casa mal con la propaganda que lo califica de pacífico casi como su principal virtud, y que en realidad es un escudo tras el que esconder sus rancias propuestas y su desprecio por el Estado de Derecho, cimiento sin el cual no puede existir ni libertad ni prosperidad.