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EDITORIAL

Ni libertad ni seguridad en los aeropuertos

Si nuestros gobernantes se aferran tanto al poder como para no permitir que sea cada aeropuerto y cada compañía aérea quienes ofrezcan diferentes tipos de control, al menos deberían fijarse en un ejemplo que sí ha funcionado: el modelo israelí.

El eterno conflicto entre seguridad y libertad puede que sea el tópico más recurrente dentro de la filosofía política: cómo lograr un equilibrio que nos permita disfrutar con tranquilidad de una libertad que siga mereciendo tal nombre.

El atentado del 11-S y la necesaria guerra contra el terrorismo que le siguió se tradujeron alrededor del mundo en una mayor ponderación de la seguridad dentro de la acción política que llevó en muchos casos a inaceptables recortes en nuestra autonomía personal en beneficio de la del Estado (fenómeno que también se está reproduciendo hoy con la crisis y la búsqueda de una ficticia pero reconfortante "seguridad económica").

Uno de los escenarios donde ese recorte de libertades en aras de una mayor seguridad ha resultado más evidente fue aquel en el que se preparó el atentado: los aviones y los aeropuertos. Supuestamente, la falta de suficientes controles en los aeropuertos sirvió de coladero para los terroristas, que lograron acceder a los aviones con los instrumentos necesarios para reducir a la tripulación y dominar las naves.

La conclusión no fue que se volvía necesario que las propias compañías aéreas se adaptaran a las nuevas circunstancias y establecieran por sí mismas distintos protocolos de seguridad que, en competencias unos con otros, ofrecieran a sus clientes distintas combinaciones de seguridad-comodidad para ver cuál (o cuáles) resultaba preferible. Más bien, los gobiernos aprovecharon el pánico para expandir sus poderes imponiendo una única solución universal a un problema enormemente complejo y que acarreaba numerosas molestias –muchas veces de dudosa utilidad– para los pasajeros.

En realidad, el objetivo de ese protocolo universal nunca fue lograr resultados reales, sino aparentar que nuestros políticos habían aprendido la lección y habían puesto toda la carne en el asador para evitar errores pasados. Fue una puesta en escena para hacer creer a los ciudadanos que estaban seguros más que un protocolo de probada eficacia.

El atentado fallido de Al Qaeda en Detroit ha puesto de manifiesto que todo el recorte de libertades experimentado durante los últimos años ha sido en balde. El terrorista, ese niño rico occidentalizado llamado Umar Farouk Abdulmutallab –lo que de nuevo echa por tierra la demagógica interpretación zapateril de que el terrorismo es una consecuencia del subdesarrollo–, atravesó los controles de Ámsterdam sin levantar la más mínima sospecha y tuvo que ser su falta de pericia, unida a la rápida y acertada respuesta de la tripulación del vuelo 253, lo que terminó frustrando el atentado.

La respuesta de las autoridades ha sido la que cabía esperar de ellas: reforzar unos controles en buena medida absurdos y fallidos con tal de aparentar que tienen la situación bajo su dominio. Pero con tales medidas sólo han logrado lo que cabe esperar de estas hipertrofias desorientadas del Estado: que a quienes se termine apresando sean, no a unos terroristas que probablemente ya hayan aprendido como burlar este ineficiente protocolo universal, sino a ciudadanos inocentes. De hecho, no sería de extrañar que en las próximas semanas las autoridades pretendan dar una vuelta de tuerca a la seguridad aeroportuaria añadiendo nuevas restricciones todavía más absurdas que sólo causarán molestias adicionales a los pasajeros sin mejorar en nada su seguridad.

En realidad, es necesario someter este asunto a un replanteamiento de raíz. Si nuestros gobernantes se aferran tanto al poder como para no permitir que sea cada aeropuerto y cada compañía aérea quienes a distintos niveles ofrezcan diferentes tipos de control, al menos deberían fijarse en un ejemplo de gestión pública que sí ha funcionado: el modelo israelí.

En Israel los controles se orientan no tanto a desarmar a los terroristas cuanto a detectar y detener a los terroristas. El objetivo no es despojar a todos los pasajeros de todo "objeto peligroso", sino impedir el acceso a las naves de quienes pretenden cometer atentados. Para ello se implementan controles mucho más personalizados por parte de un personal experto en detectar rasgos y conductas que denotan una finalidad criminal. Es cierto que Israel sólo tiene un aeropuerto internacional y que existen dificultades prácticas para exportar su modelo a decenas de aeropuertos en el resto del mundo, pero el objetivo debería ser el de llegar ahí y no el de quedarse en la táctica cosmética de las medidas muy restrictivas e inútiles.

Claro que en Israel los gobernantes están verdaderamente preocupados por evitar los atentados y no por vender una falsa sensación de seguridad entre la ciudadanía que les permita justificar su sueldo y privilegios. En el resto de Occidente, también en eso estamos retrasados.

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