España está sumida en una profunda crisis económica e institucional y el principal responsable de la misma tiene nombres y apellidos conocidos por todos los españoles: José Luis Rodríguez Zapatero. Si bien ambas crisis no estuvieron en ningún momento completamente desligadas –el gasto desbocado de las autonomías o la especulación con el suelo de los ayuntamientos son muestras de ello– nunca antes como ahora se fusionaron de manera tan perversa: el Gobierno socialista compra a golpe de permanentes cesiones el voto favorable de los nacionalistas vascos y canarios con tal de mantenerse unos pocos meses más en el poder y seguir arruinando a nuestro país.
Tanto socialistas como populares son conscientes de esta trágica realidad. Unos pueden ocultarlo y autoengañarse para no sentirse culpables de haber apoyado a tan nefasto político y los otros esperan con ansias que lleguen las elecciones para regresar a la Moncloa. Los primeros confían en que Zapatero no repita y de hecho ya llevan tiempo buscando un candidato alternativo para 2012; los segundos creen que si no hacen ni dicen nada, el poder les caerá en las manos como si de una fruta madura se tratara. Ambos, por desgracia, siguen anteponiendo sus particulares intereses partidistas a las necesidades de los españoles.
Los socialistas, si aun sintieran un mínimo apego hacia la nación que tanto han contribuido a disolver, forzarían la dimisión de Zapatero e impedirían que nadie mínimamente cercano a su equipo y a sus ideas ocupara la secretaría general del partido. Pero desde el momento en que José Blanco y Alfredo Pérez Rubalcaba, a cual más siniestro e incompetente, suenan como dos de los principales aspirantes a sucederle, parece claro que los socialistas siguen en instalados en el mismo atroz sectarismo de siempre.
Por su parte, los populares, si de verdad quisieran sustituir la arquitectura institucional que nos ha abocado a la actual crisis económica y nacional, deberían de empezar por articular un discurso coherente que girara en torno a dos ejes básicos: la unidad de España y la libertad económica. Pero ello supondría, por un lado, rechazar de antemano todo pacto con los partidos que no acepten la soberanía nacional y el régimen de libertades básicas que consagra la Constitución y, por otro, defender la necesidad de liberalizar todos los mercados –incluido el laboral– y de recortar enérgicamente el gasto público. En su lugar, sin embargo, el PP, cuando se ha dignado a abrir la boca, se ha dedicado a coquetear con CiU (e incluso con el PNV) y a rechazar cualquier recorte de "derechos sociales". No se sabe si se trata de un discurso deliberadamente errático o de una exteriorización de las auténticas convicciones y del futuro programa del nuevo PP, pero, en cualquier caso, Rajoy y los suyos sólo serán útiles para España si derrotan a Zapatero en el campo de las ideas, no si lo asimilan en su corrosivo populismo.
En definitiva, estamos en los peores momentos de nuestra historia democrática y contamos con una de las peores clases políticas posibles. Dependerá, pues, de los ciudadanos, de su capacidad de rebelión y movilización, el que las cosas puedan cambiar a mejor.