El cierre del almacén virtual de descargas Megaupload, decretado por el departamento norteamericano de Justicia, suscita de nuevo la controversia entre la protección de los derechos de los usuarios de la red y los propietarios de los derechos de autor del material que se comparte a través de esa y otras páginas similares. Lamentablemente, la administración Obama ha optado por la contundencia cerrando las webs vinculadas a esa empresa, sin atender al legítimo derecho de los usuarios que han pagado por un servicio perfectamente legítimo que el gobierno norteamericano ha cancelado por la fuerza.
Nada hay que reprochar a las decisiones judiciales debidamente fundadas que persigan delitos tipificados en las leyes, pero esa potestad jurisdiccional no puede ser utilizada para dañar derechos fundamentales como la libertad de expresión y comunicación, la privacidad de los datos personales o la propiedad privada de los usuarios de internet, que siempre deberían prevalecer frente a otras exigencias de carácter mercantil.
La polémica decisión del departamento norteamericano de Justicia ha obviado esos derechos fundamentales de los ciudadanos que utilizan la red para guardar o compartir material de su propiedad y, al socaire de una investigación sobre los propietarios de Megaupload, de la que al parecer se podrían derivar graves delitos, ha decidido que la persecución de esas presuntas fechorías justifica una medida coactiva sin precedentes que daña directamente a los millones de clientes de esas webs aunque no hayan cometido ningún acto ilegal.
En estos momentos esos mismos clientes, muchísimos de ellos residentes fuera de los EEUU, han perdido toda capacidad de acceso a los ficheros de su propiedad cuyo depósito confiaron a Megaupload y, peor aún, la disposición judicial que ha decretado el cierre de esa web no establece un mecanismo claro para su pronta recuperación. Un Estado de Derecho no puede dejar en ese estado de indefensión a los clientes de una empresa, por más que sus dueños sean personas poco recomendables en función de su pasado o se cierna sobre ellos la sospecha de haberse enriquecido por métodos delictivos.
Que todo esto ocurra en los Estados Unidos de Norteamérica, la nación que legítimamente blasona de proteger desde su fundación la libertad y la propiedad privada de sus ciudadanos, resulta especialmente preocupante. Si el ejemplo se extiende, como por desgracia resulta habitual cuando se trata de aumentar el poder coactivo de los gobiernos, internet será un medio menos libre y los derechos individuales de los usuarios cada vez más una entelequia al abur del dictado de los políticos.