Que la sociedad española tiene sed de un cambio de Gobierno es algo evidente; más bien cabría decir que se encuentra al borde de la deshidratación. Tan nefasta ha sido la gestión de los Gabinetes de Zapatero en todos los órdenes imaginables, que pocos son los españoles que no anhelan unas elecciones anticipadas para imprimir un nuevo rumbo al país.
En este sentido, parte de la euforia del PP es comprensible: en nuestro sistema partitocrático, si una de las dos formaciones políticas se descompone, la otra accede automáticamente al poder. Sin embargo, los excesos de euforia pueden ser peligrosos, sobre todo contra un PSOE que es maestro a la hora de dar golpes de timón de última hora para modificar el sentido de la intención de voto. Por mucho que los populares se vean ya en el coche oficial, no estaría de más que desde un punto de vista táctico fueran un poco más prudentes ante un partido que les lleva ganadas las dos últimas elecciones generales.
Y si la euforia del PP está sólo en parte justificada, la de la ciudadanía española debería ser mucho más matizada aún. Su sed de cambio de Gobierno es, en realidad, una sed por un cambio en las políticas del Gobierno. Al cabo, si Rajoy sustituye a Zapatero para no modificar ni una coma de su programa político, el país continuará embarrancado en la crisis nacional, económica y social. Si Rajoy quiere capitanear el urgente cambio que necesitamos, debe desarmar el zapaterismo, no heredarlo: su misión debería ser la de reformar el modelo autonómico delimitando y cerrando definitivamente las competencias que le corresponden a las distintas administraciones, dar un giro de 180 grados a la política económica y suprimir ipso facto toda esa legislación tan radicalmente intervencionista con la que el PSOE ha querido moldear nuestras vidas (ley de igualdad de trato, ley antifumadores, ley de la memoria histórica, ley del aborto...).
El problema es que bajo el lema de la unidad, el PP ha ido marginando y expulsando del partido a todos aquellos que tenían alguna idea propia que oponer al zapaterismo: María San Gil, Eduardo Zaplana, Manuel Pizarro, José Antonio Ortega Lara, Francisco Álvarez-Cascos... Todo indica que el centrismo arrioliano ha matado el discurso y el proyecto ideológico del PP, convirtiendo al partido en una simple agencia comercial que recaba el voto por la inercia del creciente desencanto hacia el PSOE.
Si hoy se celebraran las elecciones, es muy probable que Mariano Rajoy las ganara. Dentro de un año, dependerá de la habilidad de la maquinaria propagandística del PSOE. Pero en todo caso, y tras casi tres años del nuevo PP nacido del Congreso de Valencia, las ideas y las propuestas concretas escasean tanto como abundan las proclamas vacuas. Todo lo cual sólo puede significar o que Rajoy está ocultando su auténtico lado reformista o que no encuentra nada que haya que reformar seriamente en la desastrosa España actual. Esperemos que el marianismo no se convierta en un zapaterismo bis; en Sevilla, desde luego, no nos han despejado la incertidumbre.