A estas alturas Moratinos ya no sorprende. Su demostrada incapacidad como ministro de Exteriores, su cortedad de miras, su poco tacto y la afición innata que tiene por llevarse bien con dictaduras de todo pelaje son ya célebres y sólo se mantiene donde está gracias al apoyo ciego que recibe de Zapatero. Merced a esta pareja, España ha pasado de codearse con las grandes democracias del mundo en condición de igual a ir mendigando una foto en la Casa Blanca, mientras que se han convertido en nuestros principales socios las repúblicas bananeras de Hispanoamérica y las autocracias de ciertos países islámicos. Las primeras, por razones culturales y lingüísticas, siempre han gozado de mayor protagonismo. Así, el principal sostén de Hugo Chávez o Evo Morales en Europa es el Gobierno español, que hace lo imposible por mantener impecables las relaciones bilaterales.
Cuba, madre nutricia de todas las tiranías del Nuevo Mundo, no iba a ser una excepción. Desde la llegada de Zapatero al poder hace más de cinco años amigar con el castrismo ha sido uno de los pilares de la política exterior española. No importa que la dictadura permanezca, que incluso se haya endurecido en algunos aspectos y que las probabilidades de democratizar la isla sean nulas con el Gobierno de Raúl Castro. Zapatero y su marioneta en Exteriores quieren dialogar sin límite y sin condiciones con los que llevan sometiendo a Cuba más de medio siglo. Sólo así puede entenderse que Miguel Ángel Moratinos se pasee por La Habana como si allí no pasase nada mientras el Gobierno cubano le regala los oídos con parabienes.
Podría, si fuese un demócrata convencido, interesarse por los disidentes, que son muchos y esperan fervorosamente una mano amiga del otro lado del Atlántico. Para el dúo Zapatero-Moratinos, sin embargo, la disidencia no existe. La llevan ignorando desde que pusieron a su primer embajador en La Habana, el comunista Carlos Alonso Zaldívar –entregado en cuerpo y alma con el infame régimen de los Castro–, y nunca han mostrado el más mínimo interés por ella. Al principio, hace unos años, argüían que esta nueva estrategia de tratar con cariño a los carceleros reportaría beneficios democráticos a los encarcelados. A la vista está que no ha sido así. La dictadura sigue y ha celebrado su cincuenta aniversario hace apenas unos meses con altisonantes fanfarrias de triunfo.
Dialogar con el tirano suplicándole clemencia no ha funcionado, ¿por qué, entonces, sigue Zapatero empeñado en reverenciar al castrismo? Por una simple cuestión de ideología, que es el motor que justifica todas sus grandes decisiones políticas. Zapatero no es comunista, pero como otros muchos progres de salón europeos simpatiza con el comunismo, al que tiene por una buena idea que no se ha sabido llevar a la práctica. Moratinos es de la misma especie y no ve en el castrismo un régimen odioso y liberticida sino un noble experimento social con algunos defectos –menores, eso sí– de praxis revolucionaria. Por eso ambos han sido durante años los portavoces y valedores de Castro en la Unión Europea, y pretenden seguir siéndolo con más fuerza si cabe ahora que se aproxima la presidencia de turno española. El resto: los miles de disidentes, presos, torturados y fusilados, los millones de exiliados repartidos por el mundo son un incómodo residuo que es mejor no echarse a la cara porque arruinaría irremediablemente su luna de miel con un régimen que consideran legítimo y hasta deseable.