A simple vista, no parece que un indulto parcial sea el principal problema que afronta España en estos tiempos de Bárcenas, ERE y, sobre todo, crisis económica. Pero es un síntoma que define perfectamente eso que hemos dado en llamar casta política, personificado además en quien posiblemente mejor la representa: el ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón.
La historia difícilmente puede ser más indignante. Una apparatchik del PSOE, que fue colocada a dedo como funcionaria de la Junta de Andalucía sin oposición ni mérito alguno salvo el de llevar el carnet del partido en la boca, utilizó al menos uno de los dos vehículos que custodiaba por motivo de su cargo público en provecho propio. Cuando el juzgado se los requirió, no devolvió uno de ellos y a otro le había desaparecido el motor. Fue condenada a tres años de cárcel y, gracias a la reducción a dos años dictada por el Gobierno, se librará de ingresar en prisión.
El comportamiento de la indultada tiene todos los ingredientes por los que una mayoría creciente de los españoles considera a los políticos el problema y no la solución. Malversación, actuar como si la ley no fuera con ella, caradura, "usted no sabe con quién está hablando", enchufismo... Toda una serie de comportamientos que los políticos de todos los partidos aseguran que son una excepción, que la mayoría del gremio no es así. Indultar a las supuestas manzanas podridas no parece la mejor manera de convencer a nadie de tan extravagante afirmación.
Algún ingenuo habrá que afirme que Gallardón no estaba al tanto de los detalles del caso y habrá firmado el indulto con poca o ninguna información. Sin embargo, no es la primera vez que se mete en un jardín por abusar de esta potestad. Indultó a un conductor kamikaze con todos los informes en contra, a cuatro mossos d'Esquadra condenados por tortura, a dos militares del Yak-42, a cuatro políticos del PP y un sindicalista condenados por corrupción... Si el problema fuera que el pobre ministro actúa engañado, parece que lo más razonable sería que se impusiera a sí mismo una moratoria hasta limpiar el Ministerio de esos sinvergüenzas que tan mal le hacen quedar. Naturalmente, no lo ha hecho, como demuestran los 501 indultos de su primer año en el Gobierno, porque está perfectamente de acuerdo con todos y cada uno de los indultos que propone al Consejo de Ministros.
Y es que Gallardón es uno de los ejemplares más perfeccionados de la casta política. Tras décadas sin bajar del coche oficial, pese a haber anunciado su retirada en varias ocasiones, ha convertido en arte el desprecio a sus votantes y el derroche de dinero público. Ha cortejado a la izquierda y a los sindicalistas y traicionado todos y cada uno de los principios de su partido. Ha sido y es, en suma, un ejemplo acabado de cómo una gran parte de nuestros políticos han dejado de ser representantes de quienes les votan, y sus servidores, para convertirse en arrogantes dueños de electorados cautivos. ¿A quién puede extrañar que el ministro se dedique a indultar políticos reos de corrupción y malversación, de uno u otro partido?