Pese a que los indignados sean ante todo un problema de orden público y una afrenta a nuestro Estado de Derecho, mal haríamos si obviáramos el flaco favor que simultáneamente le están haciendo a nuestra economía. Al cabo, en esta crítica semana que están viviendo la unión monetaria y España –en la que, a la cada vez más probable suspensión de pagos griega, se le ha unido la certeza de que el crecimiento mundial se está ralentizando a un ritmo muy notable–, si algo no necesitábamos era dar la sensación de que somos un país poco de fiar, al borde del caos y con unos políticos sin resolución. Pero ésa es la imagen que hemos transmitido.
En dos semanas, los paralelismos de nuestro país con Grecia se han vuelto demasiado grandes como para ignorarlos. Nos separa todavía un abismo, cierto es, pero no deja de ser inquietante que la prensa y gran parte de los analistas internacionales busquen y encuentren sus semejanzas. Primero fue el temor a que, con los cambios de gobierno, afloraran manipulaciones contables en los balances autonómicos, de un modo similar a lo que sucedió en su momento en el país heleno. Y ahora, con los indignados asaltando los parlamentos regionales, la preocupación emana de que los españoles, ante la disyuntiva de aceptar los planes de austeridad que necesitamos para reconducir nuestro déficit o tomar las calles, opten irresponsablemente por lo segundo, como han hecho los griegos.
Así las cosas, no es casual que este jueves la prima de riesgo de nuestra deuda rozara el nivel más elevado a lo largo de toda la crisis: 290 puntos básicos. O dicho de otro modo, a España ya le cuesta colocar su deuda el doble que a Alemania. Un desastre que, claro está, no es sola ni principalmente responsabilidad de los indignados, sino de una clase política que se han enrocado en el inmovilismo más suicida. Pero los indignados, por mucho que proclamen oponerse a nuestros gobernantes, no ayudan en nada ni a combatir sus males endémicos ni a mejorar la imagen exterior de nuestro país: a la postre, pretenden saltarse las urnas tomando la calle y lo hacen para exigir firmeza ante la "dictadura de los mercados", es decir, todavía más inmovilismo.
En definitiva, los indignados cercan ilegalmente los parlamentos para insultar y vilipendiar a quienes nos siguen prestando el dinero con el que continuamos financiando nuestro mastodóntico e insostenible modelo de Estado. Y todo ello, ante la impunidad y pasividad de quienes deberían encargarse de mantener el orden público y de garantizar que nuestros acreedores terminarán cobrando. Normal que cada vez sean más reacios a confiarnos sus ahorros.