No hay consenso en el seno del liberalismo en lo que a la pena de muerte se refiere. No sólo por razones morales sino esencialmente políticas: no es que no haya gente que merezca morir por sus crímenes, pero resulta peligroso otorgarle al Estado el poder de quitarle la vida a los ciudadanos. En lo que no cae ningún liberal ni ninguna persona inteligente es en tratar de la misma manera la pena de muerte en países como Estados Unidos, con amplias garantías y un Estado de Derecho de envidiable funcionamiento, que en naciones como China o Irán.
Ha sido precisamente en el país que inventó el concepto de Alianza de Civilizaciones, por el que tanto ha batallado nuestro presidente del Gobierno, donde este domingo se ha ejecutado a varias personas por crímenes como " el consumo de bebidas alcohólicas", al igual que en anteriores ocasiones se mató a homosexuales por el hecho de serlo. Crímenes de los que se mofó Ahmadineyad en la universidad norteamericana de Columbia al asegurar que en Irán no había homosexuales.
El régimen de los ayatolás se escuda en las supuestas garantías de las que han disfrutado los ejecutados y de la confirmación por parte de la Corte Suprema de la penas. Es una burla para los sistemas que sí se preocupan por la separación de poderes y por los derechos individuales. Pero lo es especialmente porque no puede existir un sistema penal realmente justo si en él se condenan con penas de prisión o incluso de muerte culpas meramente morales o políticas, actos que no suponen agresión alguna contra nadie. Son los estados que actúan contra nuestro derecho a vivir la vida como queramos con el único límite de no hacer daño a terceros quienes cometen un crimen, no aquellos a quienes juzga, condena y mata.