Qué elocuente, el aquelarre que perpetró el movimiento nacionalista catalán el pasado sábado en el estadio del Fútbol Club Barcelona. "Concierto para la libertad", lo denominaron, en un ejercicio de manipulación del lenguaje que habría asqueado al mismísimo George Orwell, enemigo jurado, por lo demás, de ese patrioterismo del que se hizo gala, tan ridículo como falsario. "Para la libertad", decían estar allí los que más la han maltratado en el Principado en las últimas décadas. Sería de risa si no fuera de vergüenza. Se han retratado y hasta se pavonean; ya llegará el día en que más de uno niegue haber tomado parte de esa mascarada grotesca, compartido fervorines identitarios con eminencias como Ramoncín y Dyango .
No es de extrañar que, a diferencia de lo que sucede cuando el espectáculo es futbolístico, se permitiera el consumo de alcohol: para soportar lo que se coreaba y proclamaba ahí, barruntarían los organizadores ¿y las autoridades?, quizá no alcance con ir colocado de nacionalismo, por muy estupefaciente que sea éste en sus delirios, que lo es y mucho, como por desgracia podemos atestiguar quienes sufrimos sus consecuencias y pagamos sus facturas.
Sea como fuere, ha vuelto a quedar claro que la Cataluña nacionalista mima a los suyos, hace todo lo posible por mantener caldeado el establo. Entre tanto, los catalanes que se sienten y quieren seguir siendo españoles sobreviven a la intemperie, aguantando prácticamente con sus solas fuerzas los embates del rebaño, muy desasistidos por el resto de sus compatriotas y, sobre todo, por los que manejan los poderes del Estado, que ni están ni se les espera en la defensa de sus derechos. Los aquelarres nacionalistas retratan, sí, a sus perpetradores, pero también y en igual medida a quienes han consentido que se haya llegado a este bochornoso estado de cosas.