Que miembros de las fuerzas de seguridad del Estado, encargadas de proteger a los ciudadanos, se hayan dedicado durante un tiempo a velar por la integridad de terroristas que tienen como objetivo atentar contra esos mismos ciudadanos es un hecho gravísimo que debería haberse perseguido con inmediatez y contundencia. No es admisible que alguna facción de la Policía no haya contribuido a reducir el número de delitos, sino más bien a incrementarlos. Y no lo es porque aparte de manchar el buen nombre de miles de agentes honrados, se colocan fuera de la legalidad que han jurado cumplir y hacer cumplir.
La gravedad del asunto se incrementa, sin embargo, cuando los miembros de la Policía que han protegido a los etarras no han actuado por iniciativa propia, buscando obtener alguna compensación económica de la banda –algo que, siendo dañino, puede depurarse con rapidez y de manera ejemplarizante–, sino siguiendo las órdenes de sus superiores que, a su vez, seguían las directrices políticas del Gobierno de la nación. Cuando la podredumbre no está localizada únicamente en los bajos mandos de un organismo público, sino en su misma cúspide, la cuestión adquiere tintes más preocupantes que exigen, si cabe, una respuesta aún más contundente.
La cuestión es con todo quién puede en un país como España proporcionar esa respuesta contundente. La motivación del propio Ejecutivo para ofrecerla es obviamente nula y el poder judicial, que debería dedicarse a investigar el fondo del asunto, está en nuestro país demasiado influido por consideraciones de conveniencia política que prefieren emplear los tribunales en labores de propaganda que en impartir justicia (tal y como acredita el poco interés que suscitó el caso para Garzón durante dos años). Es cierto que en el resto de países europeos, como afirma el PP, un chivatazo "le costaría la cabeza al presidente", pero esto es así porque el resto de países europeos son Estados de Derecho donde no se han celebrado por todo lo alto el entierro de Montesquieu y donde ni jueces ni fiscales se ensucian las togas para subordinarse a los intereses del Ejecutivo.
En España, las escasas investigaciones judiciales y las aún más escasas dimisiones políticas sólo tienen lugar cuando el cuarto poder las exige de manera mayoritaria. Pero, por desgracia, tampoco el cuarto poder puede reputarse muy independiente de la política: en general suele enfangarse en las mismas miserias morales que los partidos a las que brindan apoyo ideológico. Sólo desde los principios y la independencia, los medios de comunicación pueden llegar a prestar un servicio realmente útil a la sociedad a la hora de contrarrestar el rodillo con el que en demasiadas ocasiones actúan los poderes públicos.
Principios e independencia de los que, sin embargo, demasiados rotativos carecían cuando unos pocos medios denunciábamos la gravedad de las primeras informaciones que se conocían sobre el chivatazo del bar Faisán. Era la época del "proceso de paz" y de las negociaciones con la banda ETA y cualquier cesión, incluso criminal, que llevara a cabo el Ejecutivo era bien vista y por tanto silenciada. De aquellos lodos vinieron estos lodos, con una ETA rearmada anímica, económica y militarmente. Y, de nuevo, los mismos medios que en su momento callaron, siguen tratando de esconder su responsabilidad en el asunto no prestando ahora la atención que sin duda merece el asunto.
Afortunadamente, parece que el PP sí se ha decidido a dar la batalla judicial y a impedir que la investigación se cierre en falso. A los populares sólo les falta dar un paso más allá y plantearse qué credibilidad les merece un Gobierno que no dudó en negociar con ETA y que ahora trata, no de rectificar sus vergüenzas pasadas, sino de darles carpetazo. Poco verosímil resulta que su estrategia antiterrorista haya cambiado definitivamente de rumbo, cuando siguen haciendo lo de siempre: saltarse la legalidad para obtener réditos electorales. Desde el GAL al chivatazo, pocas cosas de fondo han cambiado.