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EDITORIAL

La insurrección de CiU

España es, al menos sobre el papel, una democracia liberal. Eso significa que no todo lo que se vote en un parlamento o en un referéndum es admisible, sino que tiene que ajustarse a Derecho y, especialmente, a la principal norma del ordenamiento jurídico.

Que la democracia moderna vive de la imagen, y no de la sustancia, es un hecho que no por conocido y asumido deja de ser menos lamentable. Así, los socialistas llevan semanas agarrados a un clavo ardiendo: el supuesto desafío institucional que supone que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre, haya llamado a una "rebelión" contra la subida del IVA. Evidentemente, si a la palabra le siguieran unos actos sediciosos el escándalo estaría justificado. Pero no, claro, es tan sólo el nombre que el PP ha dado a una mera campaña política, con recogida de firmas incluida, que además cuenta con el encomiable objetivo de que los socialistas no nos cojan aún más dinero del bolsillo.

En cambio, sí existen otros políticos en otras latitudes ideológicas que están llevando a cabo una auténtica insurrección. Pero como no la llaman así, pareciera por las informaciones que se dan que se trata simplemente de una postura política, tan respetable como las demás. Porque el ataque que está recibiendo el Tribunal Constitucional durante esta semana supone un intento evidente de destruir las instituciones, más o menos imperfectas, que convierten a España en una democracia y un Estado de Derecho.

Sin duda, cabe conceder a Montilla y compañía que la composición del Tribunal Constitucional debería haberse cambiado en tiempo y forma, por más que se calle ante el escándalo de que el PSOE y sus socios modificaran las reglas del juego a mitad de partido extendiendo artificialmente el mandato de su presidenta, María Emilia Casas. De hecho, ha sido la catedrática de Derecho Laboral la principal culpable de que el TC aún no haya emitido fallo alguno. Su empeño en encargar a la misma ponente la elaboración de propuestas que sabía que serían rechazadas una y otra vez ha alargado un proceso que seguramente habría acabado hace años de haberle encargado a otro miembro del tribunal la redacción de la sentencia.

María Emilia Casas debió abandonar su cargo o al menos presentar una protesta pública cuando la reprimenda de De la Vega hizo ver hasta qué grado de descaro llegaba la interferencia del Ejecutivo en los asuntos de tribunal que preside. Al no hacerlo, dejó claro que era una persona de partido, que no respetaba el papel del Constitucional en el diseño institucional de nuestra democracia. Ahora parece que por fin, ante la renuncia de la ponente Elisa Pérez Vera, se ha visto obligada a nombrar  a un sustituto más acorde con la visión mayoritaria en el tribunal, que considera inconstitucional el texto, como no podía ser de otra forma si se tuvieran en cuenta exclusivamente argumentos jurídicos.

Ha sido ese hecho, y no otro, el que ha llevado al nacionalismo catalán a exigir la cabeza de los magistrados, llegando Artur Mas al extremo de exigir al Constitucional que no cumpla con su principal función, la de examinar la legalidad de los textos aprobados por el parlamento español y los autonómicos. ¿La razón? Que lo votado por el pueblo "tiene que ir a misa", porque "si no se va a pique" la esencia de la democracia: el voto.

España es, al menos sobre el papel, una democracia liberal. Eso significa que no todo lo que se vote en un parlamento o en un referéndum es admisible, sino que tiene que ajustarse a Derecho y, especialmente, a la principal norma del ordenamiento jurídico, que es la Constitución. Los regímenes en los que lo único que cuenta es el voto pueden ser sin duda democracias, pero no presentan el aspecto que asociamos a las mismas: las de un país serio, próspero y confiable. Y es que, reduciendo al absurdo el argumento de Mas, conviene recordar que Alemania votó a Hitler, y su dirigente electo decidió asesinar a 6 millones de personas por el mero hecho de ser judíos. Según las "razones" del líder de CiU, fue un comportamiento impecablemente democrático, ya que las leyes deben estar al servicio de esa "esencia de la democracia" que es el voto, y no al revés.

Pretender convertir España en una república bananera es un esfuerzo al que se han sumado numerosos dirigentes políticos con gran ahínco, pero rara vez –Alfonso Guerra aparte– se ha expresado de forma tan clara y directa ese objetivo como Artur Mas. Esto sí es una "rebelión" en el peor sentido de la palabra, el de pretender convertir un Estado moderno en una república bananera al estilo de Venezuela.

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