"Conozco tu conducta: no eres frío ni caliente. Ahora bien, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, voy a vomitarte de mi boca". No faltarán ciudadanos catalanes y del resto de España respetuosos con la Nación y el ordenamiento constitucional a los que les haya venido a la cabeza este pasaje de la Biblia al conocer la declaración, bochornosamente tibia, que ha evacuado la Conferencia Episcopal Española ante el golpe de Estado que está perpetrando el separatismo catalán.
Dicho comunicado, en el que sólo una vez se utiliza la palabra España, ni siquiera hace la más mínima referencia a la ilegal consulta del 1-O ni al proceso liberticida de ruptura del orden constitucional del que forma parte. Sólo se habla de un "conflicto" que habría que resolver mediante el "diálogo" y el "entendimiento", como si las partes enfrentadas fueran equiparables y merecedoras ambas de una estricta equidistancia.
Además, los obispos españoles piden, de manera completamente contradictoria, "respeto a los cauces y principios que el pueblo ha sancionado en la Constitución" a la vez que aluden a "los derechos propios de los diferentes pueblos (sic) que conforman el Estado (sic)". Por supuesto, los jerarcas católicos saben de sobra que son los individuos los que tienen derechos, y que el único "pueblo" que la Constitución reconoce como sujeto de soberanía es el que conforman todos los españoles. Pero monseñor Blazquez y compañía han preferido recurrir a una fraseología muy propia del nacionalismo antiespañol, jugar el muy inmoral juego de la falsa equidistancia y olvidarse no sólo de las recientes palabras en las que el papa Francisco mostraba su preferencia por la "unidad" frente al "conflicto", también de las más claras y encomiables condenas de sus antecesores contra el nacionalismo excluyente y disgregador, que tanto daño ha hecho a España, a Europa y a la propia Iglesia, que por cierto se desangra en una región, Cataluña, donde abundan los sacerdotes y las monjas furiosamente nacionalistas.
La Conferencia Episcopal Española –entidad que habría que rebautizar Conferencia Episcopal de los Pueblos del Estado, para ponerla a tono con su declaración impresentable– reclama a las autoridades, a los partidos y a la ciudadanía que "eviten decisiones y actuaciones irreversibles y de graves consecuencias" que los sitúen "al margen de la práctica democrática amparada por las legítimas leyes que garantizan nuestra convivencia pacífica" y originen "fracturas familiares, sociales y eclesiales". Pero resulta que hay autoridades, partidos y ciudadanos tanto entre los que defienden el ordenamiento constitucional como entre los golpistas, así que el deleznable llamamiento de los obispos podría ser interpretando como un llamamiento a no perpetrar delitos o como una exhortación a las autoridades a no castigarlos como se merecen, o a no impedir una consulta liberticida y pseudodemocrática como la del 1-O.
Si suele ser conveniente apelar a la "fraternidad" y la "convivencia", tal apelación se torna tremenda hipocresía en este caso, dado que se oculta que las "fracturas sociales y familiares" que se están produciendo en Cataluña no las ocasionan quienes apelan a la unidad de todos los españoles, libres e iguales ante la ley, sino los que, movidos por colectivistas delirios identitarios profundamente antievangélicos, tratan de acabar con la unidad de España, dinamitar el Estado de Derecho y partir Cataluña en dos.
En honor a la verdad que ha de hacernos libres, los jerarcas católicos deberían haber denunciado que la quiebra de la convivencia en Cataluña y la voladura de la legalidad democrática son crímenes que están perpetrando con gran orgullo los golpistas antiespañoles, y llamado a la restauración del orden constitucional en el Principado.
En un día en que la organización terrorista ETA ha bendecido públicamente el proceso golpista, la inmoral tibieza cobardemente equidistante exhibida por la Conferencia Episcopal ha resultado especialmente lacerante.