Por mucho que Rodríguez Zapatero insista en interpretar los resultados del 25 de mayo como el inicio de un cambio político favorable al PSOE, lo cierto es que una lectura libre de prejuicios indica más bien el fracaso ante el electorado de una política basada en la agitación, la pancarta, la manifestación callejera e incluso el insulto y la agresión. Si bien es verdad que en número de votos –no así de concejales– el PSOE superó al PP por una diferencia de cien mil en las convocatorias municipales, en las autonómicas ocurrió más bien lo contrario.
Detrás del comprensible triunfalismo de cara a la galería –la única “pieza” importante que arrebatará el PSOE al PP es la Comunidad de Madrid, previo pago de un oneroso peaje a Izquierda Unida–, la realidad es que el 25 de mayo, del que el equipo de Zapatero esperaba la consolidación del leonés con una rotunda victoria, ha resultado ser una “amarga victoria” cuando no un claro fracaso. Algunos destacados socialistas que ya habían manifestado cierto descontento con el rumbo que había tomado el PSOE –sobre todo en lo relativo a la cuestión nacional y a la alianza estratégica con Izquierda Unida–, han elevado el tono de sus críticas. Quizá las más destacables sean la de Bono, quien ha señalado que el voto que debe ganar el PSOE es el de centro-derecha, no el de la extrema izquierda; la de Juan Alberto Belloch, quien se quejó de la excesiva preponderancia de las cuestiones de política nacional e internacional en detrimento de la política local y regional; y la de José Félix Tezanos (ideólogo guerrista), quien pidió expresamente “menos protestas y más propuestas”.
El liderazgo de Zapatero, que ya nació en parte hipotecado por el apoyo de Maragall a su investidura como secretario general y que recibió un rudo quebranto con la defenestración de Redondo Terreros a instancias de Polanco, ha recibido otro duro golpe en las pasadas elecciones municipales y autonómicas. El PSOE, para gobernar en ayuntamientos y comunidades, tendrá que pactar con el mismo partido que mantiene a Madrazo –cómplice de los desafueros del PNV– en el País Vasco. Maragall, que ya gozaba de patente de corso antes de las elecciones para proferir toda clase de demagógicas insensateces sobre la cuestión nacional –incluido el crédito que dio a las "torturas" que dijo sufrir Otamendi, el ex director de Egunkaria–, ha dejado bien claro recientemente que, a pesar de su fracaso en Barcelona, quien manda en el PSC es él y que no acepta imposiciones de Ferraz. Asimismo, Odón Elorza va por libre en el PSE y no oculta sus simpatías por el PNV ni su disgusto y escasa disposición a pactar de nuevo con el PP en el ayuntamiento de San Sebastián.
Pero quizá lo más llamativo de esa pérdida de autoridad ha sido la actitud de Javier Rojo en las negociaciones para formar la Diputación de Álava y el Ayuntamiento de Vitoria. Exigir la presidencia de la Diputación siendo únicamente la tercera fuerza política más votada chocaba contra el más elemental sentido común y contra el acuerdo tácito del PP y del PSOE de apoyar la lista constitucionalista más votada en todas las instituciones y ayuntamientos vascos. Hasta tal punto que Zapatero ha tenido que salir al paso de la polémica e instar al PSE –“sin pedir nada a cambio”– a que apoye al PP, la lista más votada en ambas instituciones... para ser desautorizado públicamente tan sólo unas horas después por Txarli Prieto, el portavoz de las Juntas Generales de Álava, quien afirma que el candidato a la Diputación de Álava sigue siendo Javier Rojo y que el apoyo a Ramón Rabanera (PP) anunciado por el líder socialista “no ha sido claro del todo”; pues según él, las palabras de Zapatero son “una declaración de intenciones que necesita de una maduración y de una concreción por parte de los socialistas alaveses y del PP de Álava”.
Que el líder de un partido nacional, en una cuestión tan seria como es la unidad de los constitucionalistas frente al nacionalismo excluyente, quede desautorizado por otro líder regional de su mismo partido tan sólo unas pocas horas después de haberse pronunciado es motivo de seria preocupación y una buena muestra de la endeblez del liderazgo de Zapatero. A todo eso se une la circunstancia de que Zapatero se ha rodeado de un equipo gris y escaso, incapaz de elaborar un programa serio para el gobierno de España más allá de las pancartas, la demagogia y los golpes de efecto.
Por todo ello, no cabe augurar precisamente un rotundo triunfo del PSOE en las próximas Elecciones Generales. Para tener una esperanza de victoria, lo primero que tendría que hacer Zapatero es poner orden en un partido dividido por tensiones centrífugas. Y después, rodearse de un equipo que en materia de política económica, nacional e internacional ofrezca unas mínimas garantías de solvencia. La cuestión es que, para hacer todo eso, apenas le quedan diez meses... Y tampoco parece que el leonés esté por la labor.
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