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EDITORIAL

La doble moral de Gallardón

Ésta es la libertad de expresión que el alcalde defiende: la libertad para cantar las alabanzas de Gallardón y cumplir con sus ambiciones. Más allá de sus fines sectarios, para el político popular ni hay libertad, ni hay expresión ni hay democracia.

La política es el arte de lograr que los ciudadanos obedezcan sin rechistar las órdenes del burócrata de turno. Es una técnica compleja, ya que a nadie le gusta sentirse parte de un grupo aborregado que acepta sumiso y sin rechistar los mandatos arbitrarios del pastor. Por este motivo, para los políticos resulta fundamental crear una "ilusión de libertad" por la cual el individuo cree gozar de una autonomía que en realidad es ficticia. Así, los gobernantes suelen llenarse la boca de la palabra libertad cuando son sus principales conculcadores.

Uno de los casos más paradigmáticos de esta doblez de la clase dirigente puede encontrarse en el alcalde de Madrid, Alberto Ruiz Gallardón. Hace unos días se descolgó con unas declaraciones donde, en perfecta sintonía con Pepiño Blanco, enterraba lo que él consideraba un "ultraliberalismo trasnochado", al tiempo que defendía el papel esencial e insustituible de la iniciativa privada. Curioso encaje de bolillos.

Y este domingo, volviendo a hacer gala de su característico doble pensar, se erigió como uno de los más reconocidos defensores de la libertad de expresión de los medios de comunicación. Todo ello, sólo pocos meses después de denunciar a Federico Jiménez Losantos por injurias graves contra su persona. Es de suponer que su renovada fe en la libertad de expresión durará hasta que otro periodista ponga en juego sus aspiraciones políticas y, más concretamente, sus posibilidades de alcanzar La Moncloa.

La condena por injurias a Jiménez Losantos fue uno de los atentados más graves contra la libertad de expresión que ha vivido España en toda su historia democrática. Suponía refrendar judicialmente la mordaza impuesta a la sociedad civil en sus críticas al poder político. Por eso mismo, la sentencia equivalía a una subversión del Estado de Derecho, según la cual la clase gobernante dejaba de estar sometida, en última instancia, al control del pueblo soberano para convertirse en propietarios de la Nación y de sus libertades.

Gallardón fue el promotor e impulsor de tan peligroso precedente y ataque a las libertades más fundamentales de los españoles. Que ahora saque pecho y expulse del universo democrático a aquel que ponga en duda la sacrosanta libertad de expresión que tanto ha contribuido a enterrar sólo parece constituir un tácito reconocimiento de culpabilidad. Si el alcalde de Madrid aspira a dirigir como un marionetista los destinos de los españoles, no tiene más remedio que restaurar esa falsa sensación de libertad que apacigua a los borregos.

Pero lo que los actos de Gallardón parecen acreditar sin lugar a dudas es que cualquiera que se salga del redil de sus intereses, terminará aplastado por su bota. Y es que ésta es precisamente la libertad de expresión que el alcalde defiende: la libertad para cantar las alabanzas de Gallardón y cumplir con sus ambiciones. Más allá de sus fines sectarios, para el político popular ni hay libertad, ni hay expresión ni hay democracia.

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