Las pruebas de ADN y la confesión de Tony Alexander King han permitido corroborar lo que, desde el principio, ya advirtieron numerosos profesionales de la justicia y en su día denunciaron reputados columnistas: que en el proceso por el que se condenó a Dolores Vázquez por el asesinato de Rocío Wanninkhof se descuidó la más fundamental de las garantías procesales recogida expresamente en la Constitución; esto es, la presunción de inocencia.
Aun a pesar de que la policía judicial no pudo aportar ninguna prueba incriminatoria que superara el nivel de la mera conjetura, Dolores Vázquez fue mantenida en prisión preventiva durante más de un año hasta la celebración del juicio; quizá con la esperanza de que, al verse entre rejas, la acusada acabara derrumbándose y confirmando los débiles indicios sobre los que el fiscal construyó su acusación. Pero, en cualquier caso, la responsabilidad de mantener en prisión preventiva a Dolores Vázquez correspondió en exclusiva al juez de instrucción y al fiscal. El horrible crimen y la necesidad de señalar lo antes posible a un culpable para calmar la justificada ira popular, muy probablemente influyó en esta severísima decisión, que quizá no habría tenido mayores consecuencias si, en el posterior juicio, Dolores Vázquez no hubiera tenido que enfrentarse a un jurado popular.
Suele decirse que el juez profesional busca la justicia y que el jurado busca un culpable. Sin embargo, en esta ocasión, ni el juez, ni el jurado ni el fiscal estuvieron a la altura de la grave responsabilidad que tenían entre manos. El fiscal se dedicó descalificar a la acusada por su “mal carácter” y por su condición de “gallega”; y, a falta de pruebas concluyentes, basó su interrogatorio en los pormenores de la relación sexual de Vázquez con la madre de la víctima, para “calentar” el ambiente.
Los miembros del jurado, además, ya estaban suficientemente “concienciados”. En primer lugar, por el poco justificado mantenimiento en prisión provisional de la acusada, que probablemente les produjo la impresión de que los profesionales de la justicia ya habían emitido su veredicto. En segundo lugar, por cierta prensa visceral –unas veces, del corazón; otras, del hígado; y las más, de las gónadas– que ya juzgó y condenó a Dolores Vázquez varios meses antes del juicio aireando constantemente declaraciones de Alicia Hornos, la madre de Rocío Wanninkhof, quien llegó a hacer apología del linchamiento diciendo que, si liberaban a su ex compañera sentimental, la mataría a mordiscos o la apedrearía en compañía de otras madres. En tercer lugar, naturalmente, por la presión social. Y en último lugar, quizá, por sus propios prejuicios homófobos en contra de Dolores Vázquez, sabiamente explotados por el fiscal, el actor de este drama que mejor supo “adaptarse” a las características de un juicio con jurado.
En cuanto al juez que presidió la vista oral, baste decir que ley le faculta para disolver el jurado cuando el veredicto no se funde en una prueba de cargo o no esté suficientemente fundamentado, como ocurrió en este caso. Así lo creyó el TSJ de Andalucía y lo confirmó después el Tribunal Supremo, que había fijado como fecha para la repetición del juicio el próximo 14 de octubre antes de que se descubriera que fue King quien asesinó a Sonia Caravantes y a Rocío Wanninkhof. Quizá también pesaron en el ánimo del juez de la Audiencia Provincial de Málaga tanto la presión social como el arriesgarse a soportar críticas –del PSOE, que amenazó con no firmar el Pacto por la Justicia que acaba de abandonar si se removía una sola coma de la Ley del Jurado– por enmendar la “voluntad popular”.
Así, la experiencia de este caso, junto a la del asesino del ertzaina, pone en tela de juicio una vez más la institución del jurado. Salvo Jueces por la Democracia –la asociación a la que pertenecía Belloch, impulsor de la Ley del Jurado–, la mayoría de los jueces y de los juristas está en contra de una institución con nula tradición en nuestro país, donde los juicios paralelos y los linchamientos mediáticos son, por desgracia, moneda corriente. Mejor sería olvidarse del “invento” del jurado y dejar a los profesionales del derecho ocuparse de dirimir la inocencia o la culpabilidad de los reos. Aunque es cierto que, por desgracia, no escasean precisamente los jueces que tienden a interpretar abusivamente las garantías procesales –véase el caso del “narco volador”– o que inventan teorías jurídicas ad-hoc para combatir a los enemigos de sus padrinos políticos –Bacigalupo–, lo cierto es que, al menos, un profesional del derecho es menos impresionable y manipulable que un jurado. En primer lugar, por su experiencia, y en segundo lugar, por el aprecio una profesión que tiene como lema el preferir que un delincuente ande suelto antes que un culpable pague por el crimen que no ha cometido.
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