En los últimos días estamos asistiendo al enésimo choque entre Israel y el terrorismo islámico. Ante los continuos ataques de que viene siendo objeto desde Gaza, territorio que abandonó por completo en el verano de 2005, el Estado judío ha puesto en marcha la operación Pilar de Defensa, cuyo objeto es acabar con los arsenales y las lanzaderas de Hamás, que detenta el poder en la Franja desde la sangrienta guerra civil que libró en 2007 con Al Fatah.
Hamás ha querido echar un pulso a Israel desde su suerte de Estado canalla, arrasado por la corrupción y el islamismo totalitario y criminógeno. Afortunadamente, y para desgracia de los enemigos de la libertad y sus compañeros de viaje –miserables o tontos útiles–, lo está perdiendo. Israel se está defendiendo bien, y sus contraataques están causando estragos en la organización terrorista islámica, que en menos de una semana ha visto desaparecer buena parte de su armamento y a no pocos de sus cabecillas.
Israel debe completar su misión, aplicar a Hamás el durísimo correctivo que se merece, y mandar un mensaje igualmente contundente tanto al Egipto de Mohamed Morsi, hermano ideológico de los criminales que desgobiernan la Franja, como a la Siria del carnicero Bachar Asad y al Irán de los execrables ayatolás (y a los libaneses de Hezbolá, lacayos de Damasco y Teherán): quien ataque al Estado judío, quien pretenda utilizarlo como chivo expiatorio o moneda de cambio, lo pagará muy caro. Por lo que hace a Estados Unidos y la Unión Europea, más que consejos deben dar apoyo real, fáctico, al único aliado presentable que tienen en la zona y ejercer presión no sobre éste sino sobre quienes quieren verlo debilitado, humillado y finalmente exterminado.