Por fin un Gobierno español reacciona con energía ante los desmanes y atropellos que perpetran en el Peñón el Reino Unido y la Administración colonial de Gibraltar. "Se ha acabado el recreo de la época de Moratinos", ha asegurado el ministro Margallo. A ver si es verdad. Obras son amores.
La colonia británica de Gibraltar es un caso tan claro como vergonzoso de parasitismo nefasto. Y prácticamente incomprensible sin la actitud de las autoridades españolas, que ha solido moverse entre la dejadez y el entreguismo, lo que no ha hecho sino reforzar el sentimiento de impunidad de las impresentables autoridades de la colonia, que tienen en el antiespañolismo vocinglero una suerte de patética marca de la casa.
Por razones obvias pero al parecer casi nunca ponderadas, Gibraltar necesita a España para casi todo. Hora es ya de hacérselo ver y de forzarle a cambiar de actitud, así como a su metrópoli, esa Londres que debería comportarse de muy distinta manera con un aliado como España. Los controles en la Verja, por tanto, han de permanecer; de hecho, han de ser el primer paso para un replanteamiento radical de la política seguida en esta cuestión, mucho más importante de lo que parece y ni mucho menos escoria de un pasado muy lejano.
España ha de hacer valer sus derechos, y demostrar a quienes los conculcan que sus iniquidades no quedarán impunes. Obrando así hará lo correcto y seguramente conseguirá ganarse el respeto que Londres y los gestores de la colonia gibraltareña le han ido perdiendo, con la estupefaciente aquiescencia de personajes como José Luis Rodríguez Zapatero y su escudero Moratinos.