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EDITORIAL

Fritzl y la cadena perpetua

En nuestro país existe un auténtico tabú para incorporar la cadena perpetua dentro del elenco de respuestas a disposición de nuestro ordenamiento jurídico, pese a que existen crímenes igualmente atroces al de Fritzl como son los de terrorismo.

Los crímenes de Josef Fritzl conmocionaron no sólo a Austria, sino al resto del mundo hace prácticamente doces meses. No era para menos: había encerrado y violado a Elisabeth, una de sus hijas, durante 24 años y había dejado morir a uno de los siete hijos-nietos fruto de las violaciones.

Durante el juicio, Fritzl no intentó defenderse y se declaró culpable de todos los cargos. Las evidencias eran demasiado palmarias como para tratar de negarlas. Tras semejante reconocimiento de los hechos, al tribunal no le ha quedado más remedio que condenarlo a cadena perpetua. Posiblemente muy pocos serán quienes consideren esta sentencia desproporcionada y acusen a la justicia austriaca de retrógrada. Ante crímenes de tal magnitud, la cadena perpetua aparece como la respuesta natural –y justa– que puede ofrecer un Estado de derecho.

Sin embargo, en nuestro país existe un auténtico tabú para incorporar esta pena dentro del elenco de respuestas a disposición de nuestro ordenamiento jurídico, pese a que existen crímenes igualmente atroces como los de terrorismo. Los últimos en intentar romper este silencio y reavivar el necesario debate fueron los padres de Marta Castillo, quienes pidieron tanto a Zapatero como a Rajoy la convocatoria de un referéndum para que el conjunto de los españoles nos pronunciáramos sobre el asunto. Pero a la vista está que se les ha hecho poco caso.

Tanto en la izquierda como en la derecha rehúyen siquiera plantear el asunto: los primeros obsesionados con la necesidad de garantizar la reinserción de los delincuentes que son, en su opinión, un producto de la sociedad; los segundos temerosos de desviarse un milímetro del sacrosanto centro político que, según creen, tan buenos réditos electorales les reporta.

Es como si la cadena perpetua fuera una suerte de atavismo en continua desaparición que, además, resulta incompatible con nuestro texto constitucional. Ninguna de las dos afirmaciones, sin embargo, tiene demasiado que ver con la realidad. La cadena perpetua está vigente no sólo en países como Austria, tal y como nos recuerda el caso Fritzl, sino también la mayor parte del mundo civilizado, como Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Francia, Alemania, Japón, Dinamarca, Suecia o Finlandia. Y no parece que esta aceptación generalizada vaya a variar demasiado en los próximos años.

Además, tampoco es cierto que la cadena perpetua vaya en contra de nuestro texto constitucional. Como ya recordamos en su momento, si bien el artículo 25.2 de la Constitución pretende orientar las penas hacia la reinserción social, esa finalidad es perfectamente compatible con una cadena perpetua sujeta a revisiones. De hecho, si el objetivo de la pena es la reinserción, no parece lógico que los presos que no desean reinsertarse –como ocurría con De Juana Chaos– no puedan ser condenados a cadena perpetua.

Es más, aun cuando el Tribunal Constitucional declarase que, en efecto, existe una total y absoluta incompatibilidad entre el 25.2 y la cadena perpetua, la vía de la reforma constitucional (que, recordemos, Zapatero quería emprender para asuntos tan baladíes como que aparecieran los nombres de todas las comunidades autónomas) sigue siendo perfectamente legítima para enmendar el 25.2.

Al fin y al cabo, la propia doctrina penalista, recogida en nuestro ordenamiento, es consciente de que la pena cumple, al menos, tres funciones esenciales: prevención, retribución y reinserción. Primar la última sobre las otras dos supone desproteger a las víctimas, tanto a las efectivas como a las potenciales. No parece que la impunidad del crimen y el caos resultante sean indicios de progreso social a los que debamos abrazarnos casi solitariamente en Occidente.

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