El fallecimiento de Fidel Castro la pasada madrugada pone fin a una era en la historia de Cuba y, por extensión, de toda Hispanoamérica. Ha desaparecido uno de los tiranos más longevos del planeta, que llevaba en el poder de forma ininterrumpida desde que en 1959 se hizo con el control del Estado cubano. Desde entonces, Castro ha gobernado Cuba con mano de hierro imponiendo un régimen de terror del que pocos cubanos han podido escapar indemnes.
Castro persiguió con saña a cualquiera que le recordara su promesa de traer a Cuba democracia y libertad. A los opositores que pudo, los fusiló, y los que se le escaparon tuvieron que arriesgar sus vidas en aguas infestadas de tiburones tratando de llegar a la costa estadounidense. Los demás permanecen en las cárceles del régimen, sufriendo las peores torturas por el simple hecho de pedir reformas democráticas y mínimas cotas de libertad para el pueblo cubano.
Su desempeño en el terreno de la economía no ha podido ser más desastroso. La otrora floreciente isla caribeña muy pronto se convirtió en un lugar devastado por la imposición de una economía centralizada, que la soberbia de Castro y su incompetencia supina agravaron hasta extremos inconcebibles. Solo los subsidios de la URSS permitieron al régimen del tirano mantener una fachada de cierta prosperidad. La implosión del gigante comunista, sin embargo, puso de relieve la espantosa realidad de un sistema brutal, incapaz de proporcionar a los ciudadanos, ni de lejos, el nivel de vida del que gozaban antes de que los castristas se hicieran con el poder.
Castro hizo retroceder a Cuba medio siglo en términos de desarrollo económico, pero es que la tiranía ni siquiera puede exhibir la conquista de la igualdad como argumento exculpatorio de su apabullante ineptitud. Muy pronto, como saben bien los cubanos, en la isla apareció una nueva clase social privilegiada, integrada por los altos cargos del partido comunista, enriquecidos obscenamente a costa del pueblo y haciendo gala de un nivel de vida al que el resto de los ciudadanos no podía ni acercarse.
Esa es la auténtica realidad del régimen cubano que la progresía europea, y muy especialmente la española, ha estado incensando durante décadas como si en lugar de un criminal inepto, Fidel Castro fuera el dechado de virtudes democráticas que los políticos de izquierda y medios afines nos han intentado vender.
Hoy, los admiradores del régimen a este lado del Atlántico muestran sus condolencias y escriben ditirambos sobre la figura de este dictador asesino. Son los mismos que hace bien pocos días se mofaban del fallecimiento de una política demócrata, que llevó a su ciudad a las más altas cotas de libertad y prosperidad. Como basura política que son, están donde les corresponde, al lado de los tiranos y enfrente de quienes los combaten.
En la muerte de uno de los peores sátrapas que ha dado la historia del comunismo, los amantes de la libertad sólo podemos lamentar que se haya ido de este mundo sin pagar por todos sus crímenes.