La situación en Cataluña ha llegado a un punto en el que no cabe esperar esa marcha atrás del nacionalismo en la que tantos confiaron de una forma tan –por decirlo suave– insensata o inocente. Otros llevábamos tiempo alertando de que la enfermedad nacionalista estaba tan arraigada en una parte importante de la sociedad catalana –y, sobre todo, en una parte importantísima de sus dirigentes– que no cabía esperar sino una huida hacia delante cuyos ominosos frutos están a la vista de todos. Pero muchos, y singularmente el Gobierno y la mayor parte de la clase política, no quisieron verlo.
Esa ceguera, en buena parte voluntaria, es una de las razones por las que se ha llegado a esta situación, en la que la inacción es impensable y el mero recurso a las instancias judiciales será, con toda probabilidad, insuficiente. El Gobierno va a tener que tomar decisiones difíciles que tendrán consecuencias, algunas desagradables, en las calles y no sólo en los despachos de las audiencias. Unas medidas difíciles sin las que no se logrará el objetivo primordial de sofocar el golpe de Estado separatista.
A nadie se le puede escapar que están en juego el futuro de Cataluña y el del resto de España, y que el 1 de octubre ya es un parteaguas. Lamentablemente, la mayoría de las fórmulas que se proponen parten de un error radical de enfoque; porque ya no es, ya no puede ser, el tiempo del diálogo y los acuerdos. Es, por el contrario, el momento de que la democracia española demuestre su fortaleza y los responsables del mayor ataque a nuestras libertades desde el 23-F reciban el castigo que merecen.
En esta situación, y cuando unos liberticidas empotrados en las instituciones del Estado creen que pueden doblar el brazo a la democracia, Cataluña no necesita conversaciones y negociaciones: necesita Ley y Justicia para frenar a los criminales; para castigarlos y para que, en el futuro, los que vuelvan a sentir la tentación de imponer un proyecto totalitario sepan que lo pagarán muy caro.