Si hay dos principios liberales que deben regir el funcionamiento del Estado de derecho, éstos son indudablemente que el propio Estado queda sometido a derecho y que los ciudadanos tengan la posibilidad de conocer las normas que regulan su comportamiento. Para esto último, resulta esencial que las leyes tengan una cierta estabilidad en el tiempo, que su número no sea inabarcable y que su modificación sea pública y no tenga efectos retroactivos, salvo para lo que beneficia a los ciudadanos.
El derecho administrativo, por su propia naturaleza, cumple de manera bastante deficiente los preceptos arriba delineados. Primero porque es un derecho que emite la Administración para regular su interacción con el pueblo, de modo que tiende a concederse ciertos privilegios que muchas veces terminan siendo tumbados por lo tribunales. Y segundo porque la emisión de reglamentos, órdenes y directrices es tan frecuente que resulta casi imposible estar al día de todas las normas vigentes y, sobre todo, comprobar su consistencia interna.
No en vano, el Estado de derecho requiere de una estricta separación de poderes que reduzca el ámbito de lo administrativo para someterlo al imperio de una ley general aprobada por el Parlamento y convenientemente publicitada.
Es evidente que en España los principios liberales no han inspirado más que de manera indirecta a nuestra democracia. La hiperinflación legislativa, como ya denunciara Bruno Leoni, es una de las características de nuestra época por la que los ciudadanos tienden a ceder sus derechos a la arbitrariedad de lo público: hoy es ciertamente complicado saber todas las normas por las que nos regimos –de modo que nos resulta difícil conocer la licitud de nuestras actuaciones– y ello, como decíamos, es especialmente cierto cuando entra en escena la Administración.
Por consiguiente, siendo como es nuestro derecho administrativo un perfecto caldo de cultivo para el abuso de poder, cabe inspeccionar con lupa y censurar las decisiones más cuestionables de sus altos cargos. Un caso flagrante de este uso sectario de la Administración podemos encontrarlo en la modificación de la normativa de la Oficina del Censo Electoral (OCE) un mes antes de las elecciones para beneficiar a la que, casualmente, era su superior jerárquica: María Teresa Fernández de la Vega.
En esta operación se incumplieron todas las condiciones del Estado de derecho: ni el Gobierno se sometió a la misma, ni garantizó la estabilidad temporal de la norma, ni le dio la imprescindible publicidad.
Dicho de otra manera, De la Vega utilizó los poderes públicos para beneficiarse a sí misma aun a costa de perjudicar a todos los afectados que no tuvieron conocimiento del cambio normativo en la OCE, incluyendo a los votantes que se empadronaron entre el 1 de noviembre y el 1 de diciembre de 2007 y a los partidos políticos.
La opacidad con la que actuó este órgano administrativo venía justificada por los beneficios que reportaba a su jefa a la hora de poder votar en Beneixida: en el distrito electoral de Valencia en el que ella se presentaba como cabeza de lista del PSOE. Es decir, el capricho de poder votarse a sí misma en un municipio en el que no residía y el interés de aparentar una mayor valencianismo que sus rivales fueron motivos suficientes para justificar una novación interpretativa de las normas de la OCE.
El PSOE ha sido pillado con el carrito de los helados y, por supuesto, no resulta demasiado estético que uno tuerza las normas en secreto para beneficiarse a sí mismo. Especialmente, si ese uno presume de buen Gobierno y propone como remedio a la crisis que sean los políticos quienes supervisen un sistema financiero internacional al que acusa de escasa transparencia.
Y para desviar la atención, nada mejor que acusar al PP de crispar simplemente por querer limitar un poco la enorme arbitrariedad con la que actúa la Administración. Será que los socialistas nunca creyeron realmente en la necesidad de unos poderes públicos transparentes y sometidos a la ciudadanía, salvo por los réditos electorales que pudiera proporcionarles esta propaganda buenista.
EDITORIAL
El voto opaco de De la Vega
No resulta estético que uno tuerza las normas en secreto para beneficiarse a sí mismo. Especialmente, si ese uno propone como remedio a la crisis que se supervise un sistema financiero internacional al que acusa de escasa transparencia.
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