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EDITORIAL

El Tripartito se va, su calamitoso legado estatutario permanece

El diagnóstico al que acríticamente se han sumado los catalanes es que necesitan volver a una versión más radicalizada del régimen cleptocrático anterior, cuya degeneración lógica e inevitable fue el mismo Tripartito del que ahora aborrecen.

El resultado de las elecciones catalanas consolida la hegemonía de un nacionalismo cada vez más radicalizado. Después de que tanto PP y PSOE, cada uno en su momento, liquidaran su discurso nacional y se echaran en manos de aquellos grupos nacionalistas catalanes –ora CiU, ora ERC– que estuvieran dispuestos a prestarles temporalmente sus diputados en el parlamento nacional, el separatismo ganó por simple incomparecencia de la oposición constitucionalista; incomparecencia que viene teniendo su reflejo en la altísima abstención que comicio tras comicio hace acto de presencia como la opción mayoritaria del electorado catalán.

A la liquidación de los partidos nacionales en Cataluña le siguió la desmembración de lo poco que quedaba de España en la región de la mano de ese Estatut que ha sido la principal obra política del mismo Tripartito que fue reducido a escombros en las elecciones de ayer. El hundimiento del PSC (los peores resultados de su historia) y, sobre todo, de ERC (que ha perdido más de la mitad de los escaños) atestigua el fracaso de la política del nacionalismo radical antiespañol a la hora de mejorar el nivel de vida de los catalanes y apaciguar las aguas del oasis. Mas, pese a ello, el diagnóstico al que acríticamente se ha sumado una mayoría de los electores catalanes es que necesitan más secesionismo pero con las nuevas caras de viejo pujolismo. Es decir, volver a una versión más radicalizada del régimen cleptocrático anterior, cuya degeneración lógica e inevitable fue el mismo Tripartito del que ahora aborrecen.

Por supuesto, sería difícil no encontrar también entre los resultados un fuerte voto de rechazo a Zapatero, padrino político del Tripartito desde su misma formación; al cabo, fue Zapatero el principal responsable de que el inconstitucional Estatut que ha sumido a Cataluña en la mediocridad viera la luz y pudiera ser desarrollado sin cortapisas parlamentarias o jurídicas por el Ejecutivo catalán, aun en contra de la Constitución y de la nación española.

Sin embargo, precisamente porque el voto de castigo ha estado muy presente en los comicios, sería deseable que el PP no echara las campanas al vuelo repitiendo que ha cosechado los mejores resultados –en escaños, no en votos– de su historia. O, al menos, sería deseable que no lo hiciera si su objetivo va más allá de sentar a Rajoy en La Moncloa sobre las ruinas del edificio nacional y constitucional. Porque al margen de la exigua representación que sigue exhibiendo en Cataluña el partido que aspira a gobernar España –precisamente por abortar en 1996 el discurso regenerador de Vidal-Quadras–, incluso Zapatero y la crisis económica pasarán algún día, y en ese momento el PP, si no cambia drásticamente, se encontrará sin ningún discurso que capitalizar y con una hegemonía nacionalista aun mayor que la actual y que dejará el Tinell en un pacto de aficionados.

Así, la nueva composición del parlamento regional no puede ser más inquietante, por mucho que circunstancialmente pueda dar lugar –y está por ver– a un menor intervencionismo en materia económica y, por tanto, a una mejoraría de la situación. La prueba más palpable del fracaso de nuestras instituciones es que siendo el nacionalismo y la política de odio hacia España los principales causantes de la parálisis social, económica y moral de Cataluña, el nacionalismo continúa creciendo y expandiéndose simplemente cambiándose los collares. Inquietante, y no sólo para Cataluña, sino también para los restos de España.

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