No por mucho repetirlo puede volverse redundante y estéril recordar que poner fin a una vida humana no puede ser nunca un derecho. Nadie, salvo en todo caso el propio interesado, tiene un derecho alguno sobre la vida de una persona, ni siquiera un Gobierno que ostentara la máxima legitimidad democrática.
He aquí el pecado original que invalida la ley del aborto recientemente aprobada por el Ejecutivo: crear la ficción de que las mujeres tienen un derecho irrestricto a acabar con la vida del nasciturus hasta las 14 semanas de gestación. En realidad habría que plantear la cuestión desde otra perspectiva: el Gobierno de Zapatero ha declarado que, como titular del monopolio estatal de la violencia, se va a quedar de brazos cruzados ante cualquier ataque iniciado por la madre contra el nasciturus durante sus tres primeros meses de vida.
Atrás queda, pues, la mucho más razonable Ley orgánica 9/1985 en la que el aborto no se consideraba un derecho, sino un crimen, pero exento de responsabilidad penal en ciertos supuestos donde existiera un conflicto entre los derechos a la vida o al desarrollo de la personalidad de la madre y el derecho a la vida del nasciturus. Por mucho que sus resultados fueran más que discutibles habida cuenta de su deficiente aplicación, la respuesta al incumplimiento de la ley no debería pasar por dar patente de corso al delito.
La nueva normativa, sin embargo, avanza por esa dirección y ya no juzga el aborto como un mal menor (pero mal, al fin y al cabo) frente a otros males mayores (como el riesgo de muerte de la madre), sino como una libérrima opción más de la mujer dentro del período de gestación; algo que incluye, pues, convertir el aborto en un método anticonceptivo alternativo del que quepa echar mano impunemente. La manera de evitar embarazos no deseados no puede ser la de interrumpirlos, sino la de tomar las precauciones necesarias para ello y, en caso de no hacerlo, asumir las consecuencias que de ahí se derivaban.
Por este motivo, centenares de miles de personas –aunque la cifra, en este caso, ni da ni quita la razón– salieron ayer a las calles de Madrid con lemas como "la vida importa" o "lo progresista es defender la vida". Se manifestaron para recordarle al Gobierno que su primera obligación, aquella en la que encuentra su razón de ser y que justifica sus privilegios competenciales, es defender los derechos básicos de los ciudadanos, entre los que destaca de manera muy especial el derecho a la vida.
Frente a este clamor, el PSOE podrá parapetarse tras el pueril argumento de que los "retrógrados" manifestantes sólo quieren limitar los derechos de la mujer e impedir que finalice su proceso de "liberación". De hecho, Tomás Gómez no ha dudado en cargar contra Esperanza Aguirre por acudir a la convocatoria pro-vida empleando la retorcida estrategia maniquea de contraponer su condición de mujer a su posición contraria al aborto. Como si entre los nasciturus abortados no hubiese futuras mujeres que no podrán llegar a desarrollarse y a "liberarse" debido a la interrupción del embarazo. O como si la responsabilidad parental debiese concentrarse sólo en la madre y no en el padre que ha sido copartícipe en su fecundación. Algunos, por querer pasarse de feministas, se convierten a la primera de cambio en unos machistas de cuidado que pretenden endosarle a la madre toda la carga de criar a los vástagos.
Es de sentido común que a todos los ciudadanos, hombres y mujeres, nos interese que el Estado se dedique a proteger nuestros derechos en cualquier etapa de nuestras vidas. Por ello, cuando hace dejación de los compromisos adquiridos –especialmente cuando hace una dejación ideologizada y sectaria de sus funciones– conviene que, como ayer, los ciudadanos protesten para recordarle cuál es su cometido: proteger los derechos básicos de los ciudadanos y no interponiendo falsos derechos que no son más que una cortina de humo para atentar contra los primeros.