Que nadie hable de él. El innombrable de Camps, ahora oficialmente proclamado candidato del PP a presidir de nuevo la Comunidad Valenciana, ha desaparecido este jueves de los comunicados de los populares. Su confirmación se ha dado a conocer por un mensaje de texto, en el que su candidatura se confundía con las de los demás populares aún no proclamados, y nadie ha querido aparecer ante los micrófonos dando la noticia.
El delito del que se le acusa a Camps es menor, como pequeño es el importe de los famosos trajes hechos a medida que seguramente llevarán al dirigente valenciano al banquillo. El sentido común parece dictar que el presidente de una Comunidad Autónoma no se corrompe por tan poca cosa. Pero la acusación que pende sobre él lleva implícita la consideración de que Camps mintió a la opinión pública cuando aseguró que aquellos trajes los había pagado en metálico y de su bolsillo.
Francisco Camps habría podido cortar de raíz el escándalo desde el principio. Si en lugar de aparecer ante la prensa rodeado de la plana mayor de su partido, hubiese reconocido que había recibido un regalo y pagado su importe; si en lugar de enrocarse, hubiera pedido perdón a la opinión pública, nada habría pasado. Esperanza Aguirre no se ha visto tocada por el caso Gürtel porque decidió cortar cabezas antes incluso de que la mayoría de los electores supieran de qué iba el asunto.
Pero no, decidió negar la mayor y ahora puede verse en el banquillo. Ante eso, un partido coherente tendría ante sí dos opciones. Se puede considerar que la acusación no implica que Camps sea corrupto y, por tanto, ignorarla y tratarlo con todos los honores que merece el presidente y candidato a presidir de nuevo una región tan importante para el PP, más aún cuando es atacado injustamente. Del mismo modo, se puede estimar que la mujer del César no sólo debe ser honesta sino parecerlo, y apartar a Camps de sus cargos en el partido. Pero el PP ha optado por mantenerle, mas haciendo como si en realidad no quisiera. Como haría quien desea cesar a un barón regional pero no se atreve siquiera a intentarlo por miedo a salir herido en la refriega.
Ese miedo quedó escenificado en la reunión en el parador de Alarcón, en Cuencia, a medio camino entre Madrid y Valencia. En lugar de la relación entre jefe y subordinado, como correspondería a sus respectivos cargos, Rajoy dejó entonces traslucir su debilidad acudiendo a una suerte de cumbre entre dos políticos de idéntico nivel, que deben verse las caras en lugar neutral y equidistante. Ahora lo proclama pero sin pisar Valencia. Todo sea para no hacer ver que alguien toma una decisión.